Por Yedzenia Gainza, 19/08/2016
Nadie lo había notado, nadie se dio cuenta pero hacía un año de aquella
pesadilla. El sol había salido y vuelto a ocultarse 366 veces desde
aquella vez en que mientras en algún rincón del mundo el hombre de su vida
celebraba su cumpleaños, ella estaba a merced de otro recibiendo una paliza
como si se tratara de una piñata. Como en muchos casos no tuvo marcas en
la cara, esas que delatan enseguida al maltratador y que son difíciles de
explicar a quien las nota.
Pasó una semana encerrada en su habitación, comía de vez en cuando
alguna manzana y aprovechaba para ir al baño cuando el agresor estaba fuera de
casa. No tenía adonde ir ni tenía familia cerca, todos sus amigos estaban
de vacaciones fuera de la ciudad. Tampoco tenía ahorros ni trabajo. Se tomó
fotos de las lesiones pero no se atrevió a ir al hospital ni a la policía. Le
daba vergüenza que ella, una mujer joven, lista, guapa, tuviera que pasar por
semejante humillación. Pensaba que al verla no la iban a acoger en ningún
centro y que una vez allí su vida se hundiría cada vez más. Pensaba en todas
las mujeres que después de dar el paso igual habían terminado en el cementerio.
Pensó que era mejor guardar silencio y no ser una de ellas.
Habló con tres hombres por teléfono, los tres le dijeron lo mismo: “sal
de allí inmediatamente”, pero poco más pudieron hacer. Todos vivían a
muchos kilómetros de distancia, dos de ellos la escucharon desahogarse y
otro le pidió que no le contara más si no denunciaba. Los tres entendían que la
situación era difícil para ella. Sin embargo, a pesar de tener un millón de
motivos para denunciar la que no era la primera paliza, ella no lo hizo. Se
echó a llorar, le dolía todo el cuerpo, sentía el eco del dolor en el cuero
cabelludo. Le costaba caminar y al hacerlo recordaba cómo el animal la había
tirado por los tobillos y luego le había apretado tan fuerte los pulgares de
los pies que perdió las uñas. Esas cosas no se ven, nadie las ve.
Poco a poco todo volvió a la “normalidad”, ella seguía soñando con que
en alguna parte del mundo sonreía el hombre que nunca le levantaría la
mano, el que aún conociéndola probablemente no sospechaba que ella hubiera
pasado por algo así.
A veces se le salían las lágrimas solas, era algo incontrolable. Una de
esas veces alguien la miró fijamente como queriendo preguntar, pero al
final no lo hizo. Para algunos, ciertas cosas es mejor no saberlas.
Un año entero había pasado, aquel hombre gentil, tímido y de mirada
limpia volvía a soplar las velas celebrando mientras ella no podía
evitar pensar que en adelante el cumpleaños de ese ángel estaba vinculado
a la paliza que le había propinado el demonio que ella en mala hora había
encontrado. Nunca nadie se dio cuenta, nunca nadie se preguntó cómo es que
pasaba tantos días sin salir de casa, por qué el monstruo la llamaba tanto, ni
qué lo llevaba a querer ser a toda costa amigo de todos sus amigos. Su familia
nunca lo supo, no tenía sentido angustiar a sus padres con algo que no podían
solucionar. Sus amigos ni siquiera podían imaginarlo. El vecino que en los días
más duros le pasaba las manzanas a escondidas intentaba animarla y pedirle que
hiciera las paces, que perdonara el error del verdugo. Error, así decía hasta
que un día no dijo nada más. El monstruo no ha vuelto a agredirla,
probablemente el vecino le contó que ella estaba dispuesta a denunciar y eso
hizo que se controlara un poco, quién sabe hasta cuándo. Ese vecino, igual que
el resto, siguió con su vida, casi como si nada hubiera pasado. Total, eso es
lo que dice la bestia: “yo nunca te he hecho nada” “estás loca” “no digas esas
cosas porque alguien podría escucharte y pensar que es verdad” “yo también
tengo arañazos”…
Había pasado un año, estaba de nuevo hundida y encerrada. Seguía
sintiendo el dolor de la humillación de haber sido arrastrada casi desnuda por
casa y, aunque ya no tuviera las marcas, sabía ubicar perfectamente dónde había
recibido los golpes e incluso podía sentir de nuevo la intensidad del dolor que
le habían causado. No era eso lo que esperaba cuando llegó a este lugar, no era
eso lo que se merecía.
Cayó el sol, esta vez la bestia no le pegó, no le dijo nada. Ambos
veían la televisión, entretanto, ella soñaba con velas lejanas cantando en
silencio “feliz cumpleaños”.
Yedzenia Gainza
@Yedzenia
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico