@angeloropeza182
Vaya usted a donde vaya hoy en
Venezuela, un tema de conversación recurrente es el de un eventual estallido
popular, como consecuencia de la acelerada marcha hacia la caotización del
país. Y la pregunta de muchos es cuándo llegará, “porque esto no lo aguanta
nadie”. Pues bien, la respuesta –a pesar que algunos no se hayan dado cuenta-
es más que evidente: la temida explosión social ya se inició.
El descontento popular hace rato que
dejó de ser un frío dato de las encuestas, y ha explotado en la calle de una
forma que pocos esperaban, por aquello del fantasma del Caracazo de 1989. La
historia no suele repetirse de la misma manera, y en este caso el estallido
social se ha materializado en una forma inédita en nuestro país: es una
explosión continuada, cotidiana, en cámara lenta, y desagregada social y
geográficamente, cubriendo –a diferencia de los eventos de febrero del 89–
diversos estratos sociales y a todos los rincones del país.
Todos los días hay decenas de estallidos
sociales por toda Venezuela. Sólo en el primer semestre de este año se
contabilizaron 56 saqueos y otros 76 intentos, según datos del Observatorio
Venezolano de la Conflictividad. Entre enero y junio, esta organización
registró 2.836 protestas, y de éstas, 83% estuvieron relacionadas con
exigencias sociales como alimentos, viviendas y medicinas.
Ya no sólo hay detenidos y heridos: en
la Venezuela del madurocabellismo ya hay muertos en disturbios por hambre.
Tanto que abusaron del pueblo, y manosearon su nombre para enriquecerse, que
ahora el pueblo les está explotando en la cara.
Una de las explicaciones psicosociales
del actual estallido popular está en la reducción de la distancia entre la
percepción sobre la marcha del país y la percepción sobre la propia situación
personal y familiar. Los estudios de opinión pública muestran cómo los
venezolanos, a diferencia de lo que ocurría unos meses atrás, creen no sólo que
el país se está deteriorando a pasos agigantados, sino que también lo hace su
propia situación personal. Ya los venezolanos están dejando atrás la creencia
que por alguna razón podían individualmente salvarse del deslave del país,
creencia ésta que históricamente se correlaciona con comportamientos colectivos
más conservadores y menos violentos. En esta oportunidad, a medida que avanza
el tiempo, también lo hace la convicción que el hundimiento del país nos
arrastra a todos, y que sólo un cambio político es la garantía de la salvación
personal y familiar. De acuerdo con la extensa literatura de la psicología
social sobre el tema, cuando esta creencia se instala de manera generalizada en
una población, aumenta la probabilidad de comportamientos disruptivos
colectivos, mejor conocidos como estallidos sociales.
Aunque la rabia popular no sólo es
legítima sino perfectamente entendible, no podemos permitir que el país se
incendie. De hecho, a esto pareciera jugar el gobierno, desesperado como está
por evitar medirse en el único escenario donde no tiene fuerza: el electoral.
Por ello hay que insistir en que la frustración y el sufrimiento colectivos
tienen sólo una solución, y es el cambio político. El triunfo electoral de
diciembre es un punto de inflexión crucial y necesario en ese proceso que ya se
inició.
La conflictividad social que hoy toma
nuestras calles tiene que llenar de energía y motivación esa lucha por el
cambio político. La tarea es acompañar a la mayoría de venezolanos en sus
legítimas expresiones de descontento, y ayudar a organizarlos para que esas
expresiones se alejen de la tentación anárquica, que al final termina
revirtiéndose en su contra, y se canalicen hacia la materialización efectiva
del cambio.
En otras palabras, combinar la necesaria
pasión de calle con la imprescindible inteligencia política, para que la
explosión social que hoy presenciamos, y que está haciendo añicos las bases de
sustentación del régimen, se traduzca en el inaplazable cambio en las
condiciones de vida de un pueblo ya cansado de seguir sufriendo.
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