Trino Márquez 21 de enero de 2016
@trinomarquezc
En su diagnóstico y recomendaciones
el Decreto de Emergencia Económica configura un fraude con pretensiones de
liberar al régimen construido por Hugo Chávez, y continuado por Nicolás Maduro,
de la exclusiva responsabilidad de haber destruido el aparato productivo
nacional y generado los graves problemas que encaramos en la actualidad.
El Decreto supone que
los problemas –inflación, escasez, desabastecimiento- derivan de una
supuesta “guerra económica” desatada por factores nacionales y foráneos.
Maduro, asesorado por un equipo de miopes e ignorantes, pretende refugiarse en
esa guarimba. No se pregunta por qué Venezuela es el único país de América
Latina, incluidos los del ALBA, donde tal guerra se desencadenó. En Bolivia, su
socio Evo Morales acordó una estrecha alianza con los empresarios de Santa
Cruz, la región más próspera del Altiplano; resultado: Bolivia crece a tasas
sostenidas y Morales gana popularidad entre los sectores más pobres del país
andino. En Ecuador el cuadro es aún más favorable: Rafael Correa ha mantenido
la dolarización de la economía y ha conservado una relación cercana con los
industriales; consecuencia: la inflación se mantiene en un dígito y la economía
crece de forma moderada, a pesar de la caída de los precios del petróleo.
Daniel Ortega, compañero de ruta de Maduro, vive una prolongada luna de miel
con los Estados Unidos y con los empresarios nicaragüenses, lo que ha hecho
posible la expansión de la economía con un incremento de precios muy bajo. En
la otra acera se encuentra Brasil, hundido en una aguda crisis económica. En
2015 tuvo una caída del PIB de 2%, algo insólito en la séptima economía
mundial. A la señora Dilma, cuya presencia en el Gobierno está seriamente
amenazada, no se le ha ocurrido hablar de “guerra económica” o disparates
similares. Si lo hiciese, sus palabras serían interpretadas como una burla
cínica para intentar ocultar los desmanes y la corrupción que hubo en la era de
Lula y durante su administración.
Si existiese la fulana “guerra
económica” de la que hablan Maduro y sus adláteres, las empresas públicas
funcionarían como un teatro de operaciones sincronizado, donde el Gobierno
demostraría la eficacia de su modelo socialista. Resulta que las empresas
estatizadas están quebradas. Fueron arruinadas por la incompetencia y la
corrupción. Parece que hubiesen sido arrasadas por un huracán. De las 16 industrias que integran el complejo
de la GVG, solo una muestra cifras positivas. Las demás exhiben cuentas en
rojo. PDVSA, la empresa más importante del país, y en su momento una de las más
importantes del planeta, luego de una década ocupándose de todo, menos de
explorar, refinar y vender petróleo, hoy se encuentra en la banca rota. Le
cuesta conseguir crédito internacional y socios para extraer crudo de la Faja
del Orinoco. Agroisleña, empresa líder en el ramo agrícola, fue desbaratada por
el chavismo. La fábrica de pañales desechables Guayuco, creada con capital
público, no ha producido ni un solo pañal. La Electricidad de Caracas, que pasó
a formar parte de Corpoelec, está postrada. Cantv y Movilnet no están en
capacidad de invertir para mantenerse al ritmo de los cambios tecnológicos. No
existe central azucarero, hacienda o hato que haya pasado a manos del Gobierno,
que no se encuentre en un estado lamentable.
Hasta los hoteles estatizados se hallan en condiciones deplorables. Si
de guerra se habla, los soldados más letales son los guardias rojos que
invadieron esos activos, antes en manos privadas.
La inflación, la escasez, el
desabastecimiento, la caída del empleo de calidad, el aumento de la buhonería y
de los oficios improductivos, la falta de medicinas, forman el colofón del
socialismo del siglo XXI. Los delirios estatistas de Chávez y Maduro y los
afanes expansionistas del modelo revolucionario, no podían pasar sin generar
graves consecuencias. El régimen en vez de fortalecer el FEM (Fondo de
Estabilización Macroeconómica), concebido para ahorrar, consolidó el Fonden
(Fondo de Desarrollo Nacional) diseñado para gastar sin control. Los resultados
los estamos sufriendo.
El ardid de la “guerra económica” es
una treta insolente concebida para enmascarar los excesos cometidos en nombre
de la revolución. Ese decreto podrá servir para iniciar el debate sobre qué
debe hacerse, pero jamás debe aprobarse como está redactado. Terminaría de
acabar con lo poco que queda de economía productiva.
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