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martes, 23 de agosto de 2016

Adictos al poder, por @Mibelis



MIBELIS ACEVEDO DONÍS 22 de agosto de 2016

Los antiguos griegos, en tanto cultores del equilibrio, solían condenar la desmesura o “Hybris”: el orgullo, la soberbia, la euforia, el gesto cuyo exceso desafiaba a los dioses. Poner en riesgo el orden natural de las cosas valía el más severo castigo, y era Némesis –hija, dice Hesíodo, de Érebo, la Oscuridad, y Nix, la Noche- a quien incumbía administrar justicia divina, procurar la ejemplar caída y devolver al infractor al interior de los límites que cruzó. Agamenón, Sísifo, Ícaro, Paris… tratándose de desafueros, no extraña que la mayoría de aquellas mitológicas nalgadas recayeran en mortales que obnubilados por la posibilidad de imponer su voluntad (transgrediendo así el espacio personal de otros) terminaron siendo víctimas de sí mismos. Ilustrativa resonancia: ahora como entonces, los delirios de grandeza de ciertos líderes, su ambición desmedida, la virulenta adicción por el poder –o “Síndrome de Hubris”, como lo bautizó el médico y político inglés David Owen- constituyen patologías que malean la relación entre sociedades y gobernantes.

El poder afecta de una manera cierta y definida a todos los que lo ejercen”, advirtió una vez Hemingway. Sabemos que el poder sin controles trastoca, que el poder sin regulación efectiva intoxica. De allí que otorgarlo acarree implicaciones trágicas cuando ocurre en el marco de una democracia sin inmunizaciones: pues nada garantiza que las dulzuras de una posición de autoridad no malogren la mesura del poderoso. Víctimas en su mayoría del narcisismo o la bipolaridad, estos adictos del mando, impelidos por una convicción mesiánica y una abrumadora autoconfianza, “héroes” que cometen el pecado de creerse superiores al resto de los mortales, son capaces de quebrantar cualquier norma -incluso las del sentido común- si ello supone un fatigoso corsé para sus deseos. Si la limitación del poder, tanto en espacio como en tiempo, comienza a mermar en el gobierno democrático; si la ciudadanía cede ante el sex-appeal del liderazgo populista, y admite perversiones como la reelección indefinida o cualquier cambio en las reglas empujado por la hybris de estos personajes, el corolario suele ser amargo. Los venezolanos podemos dar fe de eso.

El de Chávez fue tiempo propicio para tal incontinencia, sin duda. Su impronta, pastosa y agobiante, sigue marcando los respiros del régimen, a pesar de que la popularidad, los recursos y apoyos originales se esfuman. Tras 18 años sin alternancia, el chavismo, como un hijo único y malcriado al que de pronto le nace un hermano, se resiste a moverse de silla, evidenciando que cuando la necesidad de poder es extraordinariamente alta, el autocontrol emocional suele ser bajo. Así van del acoso a la defensiva: la dinámica de guerra permanente los sume en estado de alerta, ajenos a cualquier clase de empatía, convencidos de que “su” territorio (suerte de anacrónico eco del Derecho Divino de los Reyes) debe preservarse del reclamo de otros. La regresión ha sido grotesca: el ejercicio del poder, lejos de ser producto de una elaboración consciente de las emociones, parece haber saltado al engranaje más bajo y primitivo, el del cerebro reptil. La adicción convierte a quien la sufre en mero botín del instinto: por eso el gobierno se permite ignorar los reclamos de la mayoría, desdeñar la lógica exigencia de respeto a los derechos constitucionales, o ensayar amenazas pueriles e irresponsables como “les tengo una sorpresa el día de la marcha” o “Erdogan se va a quedar como un niño de pecho para lo que va a hacer la revolución bolivariana si la derecha pasa la frontera del golpismo… “Estoy preparado para hacerlo y me sabe a casabe lo que diga la Organización de Estados Americanos” (Maduro dixit). Es la pasmosa cuchufleta, las manos batientes en las orejas mientras se suelta al adversario el odioso “¡lero-lero!”.

Los límites democráticos lucen cada vez más difusos para el chavismo, investido de un poder que no sabe usar, incapaz de medir el daño que tal conducta implica para su supervivencia política. Es el legado que se mira en el espejo del Síndrome de Hubris. El reciente desahogo de Elías Jaua da cuenta de su tóxico avance: no sólo cuando convenientemente afirma  que “el revocatorio es para revocar a gobiernos oligárquicos y no gobiernos populares” sino al exponer las razones del por qué “no queremos que haya revocatorio”. Según el diputado, el punto es la defensa “del derecho a gobernar que tiene esta corriente popular” y su aspiración a “culminar el periodo constitucional que se inició”. Como los antiguos absolutistas desligados del respeto a la ley popular o populum legis, sólo habla de derechos, jamás de deberes… ¿dónde queda allí la mirada crítica, el castigo al mal gobierno? ¿Qué dioses suicidas, según ellos, depositaron en manos del régimen las claves de la eternidad?

Es obvio que nada de esto suena convincente para una mayoría que ya no los quiere en el gobierno, y que aspira a sustituirlos, democráticamente. Némesis bate así sus alas y anuncia escarmientos y caídas para quienes abrazaron la desmesura. Una sociedad intoxicada por la irracionalidad demanda profunda labor de profilaxis. Y hay esperanzas, después de todo; según Owen, hay una manera de curar la adicción: basta con que quien la sufre pierda su poder. Y en eso estamos.

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