MIBELIS ACEVEDO DONÍS 22 de agosto de 2016
Los
antiguos griegos, en tanto cultores del equilibrio, solían condenar la
desmesura o “Hybris”: el orgullo, la soberbia, la euforia, el gesto cuyo
exceso desafiaba a los dioses. Poner en riesgo el orden natural de las cosas
valía el más severo castigo, y era Némesis –hija, dice Hesíodo, de Érebo,
la Oscuridad, y Nix, la Noche- a quien incumbía administrar
justicia divina, procurar la ejemplar caída y devolver al infractor al interior
de los límites que cruzó. Agamenón, Sísifo, Ícaro, Paris… tratándose de
desafueros, no extraña que la mayoría de aquellas mitológicas nalgadas
recayeran en mortales que obnubilados por la posibilidad de imponer su voluntad
(transgrediendo así el espacio personal de otros) terminaron siendo víctimas de
sí mismos. Ilustrativa resonancia: ahora como entonces, los delirios de
grandeza de ciertos líderes, su ambición desmedida, la virulenta adicción por
el poder –o “Síndrome de Hubris”, como lo bautizó el médico y político inglés
David Owen- constituyen patologías que malean la relación entre sociedades y
gobernantes.
“El
poder afecta de una manera cierta y definida a todos los que lo ejercen”,
advirtió una vez Hemingway. Sabemos que el poder sin controles trastoca, que el
poder sin regulación efectiva intoxica. De allí que otorgarlo acarree
implicaciones trágicas cuando ocurre en el marco de una democracia sin
inmunizaciones: pues nada garantiza que las dulzuras de una posición de
autoridad no malogren la mesura del poderoso. Víctimas en su mayoría del
narcisismo o la bipolaridad, estos adictos del mando, impelidos por una convicción
mesiánica y una abrumadora autoconfianza, “héroes” que cometen el pecado de
creerse superiores al resto de los mortales, son capaces de quebrantar
cualquier norma -incluso las del sentido común- si ello supone un fatigoso
corsé para sus deseos. Si la limitación del poder, tanto en espacio como en
tiempo, comienza a mermar en el gobierno democrático; si la ciudadanía cede
ante el sex-appeal del liderazgo populista, y admite
perversiones como la reelección indefinida o cualquier cambio en las reglas
empujado por la hybris de estos personajes, el corolario suele
ser amargo. Los venezolanos podemos dar fe de eso.
El de
Chávez fue tiempo propicio para tal incontinencia, sin duda. Su impronta,
pastosa y agobiante, sigue marcando los respiros del régimen, a pesar de que la
popularidad, los recursos y apoyos originales se esfuman. Tras 18 años sin
alternancia, el chavismo, como un hijo único y malcriado al que de pronto le
nace un hermano, se resiste a moverse de silla, evidenciando que cuando
la necesidad de poder es extraordinariamente alta, el autocontrol emocional
suele ser bajo. Así van del acoso a la defensiva: la dinámica de guerra
permanente los sume en estado de alerta, ajenos a cualquier clase de empatía,
convencidos de que “su” territorio (suerte de anacrónico eco del Derecho
Divino de los Reyes) debe preservarse del reclamo de otros. La regresión ha
sido grotesca: el ejercicio del poder, lejos de ser producto de una elaboración
consciente de las emociones, parece haber saltado al engranaje más bajo y
primitivo, el del cerebro reptil. La adicción convierte a quien la sufre
en mero botín del instinto: por eso el gobierno se permite ignorar los reclamos
de la mayoría, desdeñar la lógica exigencia de respeto a los derechos
constitucionales, o ensayar amenazas pueriles e irresponsables como “les
tengo una sorpresa el día de la marcha” o “Erdogan se va a quedar como
un niño de pecho para lo que va a hacer la revolución bolivariana si la derecha
pasa la frontera del golpismo… “Estoy preparado para hacerlo y me
sabe a casabe lo que diga la Organización de Estados Americanos” (Maduro
dixit). Es la pasmosa cuchufleta, las manos batientes en las orejas mientras se
suelta al adversario el odioso “¡lero-lero!”.
Los
límites democráticos lucen cada vez más difusos para el chavismo, investido de
un poder que no sabe usar, incapaz de medir el daño que tal conducta implica
para su supervivencia política. Es el legado que se mira en el espejo del
Síndrome de Hubris. El reciente desahogo de Elías Jaua da cuenta de su tóxico
avance: no sólo cuando convenientemente afirma que “el revocatorio es
para revocar a gobiernos oligárquicos y no gobiernos populares” sino al
exponer las razones del por qué “no queremos que haya revocatorio”.
Según el diputado, el punto es la defensa “del derecho a gobernar que tiene
esta corriente popular” y su aspiración a “culminar el periodo
constitucional que se inició”. Como los antiguos absolutistas desligados
del respeto a la ley popular o populum legis, sólo habla de
derechos, jamás de deberes… ¿dónde queda allí la mirada crítica, el castigo al
mal gobierno? ¿Qué dioses suicidas, según ellos, depositaron en manos del
régimen las claves de la eternidad?
Es
obvio que nada de esto suena convincente para una mayoría que ya no los quiere
en el gobierno, y que aspira a sustituirlos, democráticamente. Némesis bate así
sus alas y anuncia escarmientos y caídas para quienes abrazaron la desmesura.
Una sociedad intoxicada por la irracionalidad demanda profunda labor de
profilaxis. Y hay esperanzas, después de todo; según Owen, hay una manera de
curar la adicción: basta con que quien la sufre pierda su poder. Y en eso
estamos.
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