Francisco Fernández-Carvajal 04 de diciembre de 2018
—
Acudir siempre a la misericordia del Señor. Meditar su vida para aprender a ser
misericordiosos con los demás.
— El
Señor es especialmente compasivo y misericordioso con los pecadores que se
arrepienten. Acudir al sacramento de la misericordia. Nuestro comportamiento
con los demás.
— Las
obras de misericordia.
I. Acudió
a él mucha gente, llevando tullidos, ciegos, lisiados, sordomudos y muchos
otros, leemos en el Evangelio de la Misa de hoy; los
echaban a sus pies y él los curaba. La gente se admiraba al ver hablar a los
mudos, sanos a los lisiados, andar a los tullidos y con vista a los ciegos...
Jesús
llamó a sus discípulos, y les dijo: Me da lástima de la gente1.
Esta es la razón que tantas veces mueve el corazón del Señor. Llevado por su
misericordia hará a continuación el espléndido milagro de la multiplicación de
los panes.
La
liturgia nos hace considerar este pasaje del Evangelio durante el tiempo de
Adviento porque la abundancia de bienes y la misericordia sin límites serían
señales de la llegada del Mesías.
Me da
lástima de la gente. Este es el gran motivo para darse a los
demás: ser compasivos y tener misericordia.
Y para
aprender a ser misericordiosos debemos fijarnos en Jesús, que viene a
salvar lo que estaba perdido; no viene a terminar de romper la caña
cascada ni a apagar del todo la mecha que aún humea2,
sino a cargar con nuestras miserias para salvarnos de ellas, a compadecerse de
los que sufren y de los necesitados. Cada página del Evangelio es una muestra
de la misericordia divina.
Debemos
meditar la vida de Jesús porque «Jesucristo resume y compendia toda esta historia
de la misericordia divina (...). Nos han quedado muy grabadas también, entre
muchas otras escenas del Evangelio, la clemencia con la mujer adúltera, la
parábola del hijo pródigo, la de la oveja perdida, la del deudor perdonado, la
resurrección del hijo de la viuda de Naím. ¡Cuántas razones de justicia para
explicar este gran prodigio! Ha muerto el hijo único de aquella pobre viuda, el
que daba sentido a su vida, el que podía ayudarla en su vejez. Pero Cristo no
obra el milagro por justicia; lo hace por compasión, porque interiormente se
conmueve ante el dolor humano»3.
¡Jesús que se conmueve ante nuestro dolor!
La
misericordia de Dios es la esencia de toda la historia de la salvación, el
porqué de todos los hechos salvíficos.
Dios
es misericordioso, y ese divino atributo es como el motor que guía y mueve la
historia de cada hombre. Cuando los Apóstoles quieren resumir la Revelación,
aparece siempre la misericordia como la esencia de un plan eterno y gratuito,
generosamente preparado por Dios. Con razón puede el Salmista asegurar
que de la misericordia del Señor está llena la tierra4.
La misericordia es la actitud constante de Dios hacia el hombre. Y el recurso a
ella es el remedio universal para todos nuestros males, también para aquellos
que creíamos que ya no tenían remedio.
Meditar
en la misericordia del Señor nos ha de dar una gran confianza ahora y
en la hora de nuestra muerte, como rezamos en el Avemaría. Qué alegría
poderle decir al Señor, con San Agustín: «¡Toda mi esperanza estriba solo en tu
gran misericordia!»5.
Solo en eso, Señor. En tu misericordia se apoya toda mi esperanza. No en mis
méritos, sino en tu misericordia.
II. De
forma especial, el Señor muestra su misericordia con los pecadores: les perdona
sus pecados. Con frecuencia, los fariseos le criticaban por esto, pero Él los
rechaza diciendo que no necesitan de médico los sanos, sino los
enfermos6.
Nosotros,
que estamos enfermos, que somos pecadores, necesitamos recurrir muchas veces a
la misericordia divina: Muéstranos, Señor, tu misericordia. Y danos tu
salvación7, repite continuamente la Iglesia en este tiempo litúrgico.
En
tantas ocasiones, cada día, tendremos que acudir al Corazón misericordioso de
Jesús y decirle: Señor, si quieres, puedes limpiarme8.
Especialmente en estas circunstancias, «el conocimiento de Dios, Dios de la
misericordia y del amor benigno, es una constante e inagotable fuente de
conversión, no solamente como momentáneo acto interior, sino también como
disposición estable, como estado de ánimo. Quienes llegan a conocer de este
modo a Dios, quienes lo ven así, no pueden vivir sino convirtiéndose sin cesar
a Él»9. Verdaderamente, podemos exclamar también nosotros: ¡Qué
grande es la misericordia del Señor y su piedad para los que se vuelven a Él!10.
¡Qué grande es la misericordia divina para cada uno de nosotros!
Esto
nos impulsa a volver muchas veces al Señor, mediante el arrepentimiento de
nuestras faltas y pecados, especialmente en el sacramento de la misericordia
divina, que es la Confesión.
Pero
el Señor ha puesto una condición para obtener de Él compasión y misericordia
por nuestros males y flaquezas: que también nosotros tengamos un corazón grande
para quienes nos rodean. En la parábola del buen samaritano11 nos
enseña el Señor cuál debe ser nuestra actitud ante el prójimo que sufre. No nos
está permitido «pasar de largo» con indiferencia, sino que debemos «pararnos»
junto a él. «Buen samaritano es todo hombre que se para junto al sufrimiento de
otro hombre, de cualquier género que ese sea. Esta parada no significa
curiosidad, sino más bien disponibilidad. Es una determinada disposición
interior del corazón, que tiene también su expresión emotiva. Buen samaritano
es todo hombre sensible al sufrimiento ajeno, el hombre que se conmueve ante la
desgracia del prójimo.
»Si
Cristo, conocedor del interior del hombre, subraya esta conmoción, quiere decir
que es importante para toda nuestra actitud frente al sufrimiento ajeno. Por lo
tanto, es necesario cultivar en uno mismo esta sensibilidad del corazón hacia
el que sufre. A veces esta compasión es la única o la principal manifestación
de nuestro amor y de nuestra solidaridad hacia el hombre que sufre»12.
¿No
tendremos en el propio hogar, en la oficina o en la fábrica, a esa persona
herida, física o moralmente, que requiere, con urgencia quizá, nuestra
disponibilidad, nuestro afecto y nuestros cuidados?
III.
Existe en toda la Sagrada Escritura una urgencia por parte de Dios para que el
hombre tenga también sentimientos de misericordia, esa «compasión de la miseria
ajena, que nos mueve a remediarla, si es posible»13.
Nos promete el Señor que seremos dichosos si tenemos un corazón misericordioso
para con los demás, y que alcanzaremos misericordia de parte
de Dios.
El
campo de la misericordia es tan grande como el de la miseria humana que se
trata de remediar. Y el hombre puede padecer miseria y calamidades en el orden
físico, intelectual y moral... Por eso, las obras de misericordia son
innumerables –tantas como necesidades tiene el hombre–, aunque
tradicionalmente, por vía de ejemplo, se han señalado catorce obras de
misericordia, en las que esta virtud se manifiesta de modo especial.
Nuestra
actitud compasiva y misericordiosa ha de ser, en primer lugar, con quienes
habitualmente tenemos un mayor trato –la familia, los amigos–, con quienes Dios
ha puesto a nuestro lado y con aquellos que se encuentran más necesitados.
Muchas
veces la misericordia consistirá en preocuparnos por la salud, por el descanso,
por el alimento de los que Dios nos encomienda. Los enfermos merecen una atención
especial: compañía, interés verdadero por su enfermedad, enseñarles y ayudarles
a que ofrezcan a Dios su dolor... En una sociedad deshumanizada por los
frecuentes ataques a la familia, es cada vez mayor el número de enfermos y
ancianos abandonados, sin consuelo y sin cariño. Visitar a estas personas en su
soledad es una obra de misericordia cada vez más necesaria. Dios premia de una
manera especial estos ratos de compañía: lo que por uno de estos
hicisteis, por Mí lo hicisteis14,
nos dice el Señor.
También
debemos practicar, junto a las llamadas obras materiales de misericordia, las
espirituales. En primer lugar corregir al que yerra, con la
advertencia oportuna, con caridad, sin que se ofenda; enseñar al que no
sabe, especialmente en lo que se refiere a la ignorancia religiosa, el gran
enemigo de Dios, que aumenta de día en día en proporciones alarmantes: la
catequesis ha pasado en la actualidad a ser una obra de misericordia de
primerísima importancia y urgencia; aconsejar al que duda, con
honradez y rectitud de intención, ayudándole en su camino hacia Dios; consolar
al afligido, compartiendo su dolor, animándole para que recupere la alegría
y entienda el sentido sobrenatural de esa pena que sufre; perdonar al
que nos ofende, con prontitud, sin darle demasiada importancia a la ofensa,
y cuantas veces sea necesario; socorrer al que necesita ayuda,
prestando ese servicio con generosidad y alegría; finalmente, rogar a
Dios por los vivos y por los difuntos, sintiéndonos especialmente ligados
por la Comunión de los Santos a esas personas con las que estamos más obligados
por razones de parentesco, amistad, etcétera.
Nuestra
actitud de misericordia hacia los demás se ha de extender a otras muchas
manifestaciones de la vida, pues «nada puede hacerte tan imitador de Cristo
–dice San Juan Crisóstomo– como la preocupación por los demás. Aunque ayunes,
aunque duermas en el suelo, aunque, por así decir, te mates, si no te preocupas
del prójimo, poca cosa hiciste, aún distas mucho de Su imagen»15.
Así
obtendremos de Dios misericordia para nuestra vida, y quizá la merezcamos
también para los demás, ese abismo de misericordia que se extiende de
generación en generación16,
según profetizó nuestra Señora a su prima Santa Isabel.
Pidamos
la misericordia divina para nosotros mismos, ¡que tanto la necesitamos!, y para
nuestra generación, a través de Santa María, Madre de misericordia, vida,
dulzura y esperanza nuestra. Ante la próxima fiesta de la Inmaculada nuestro
confiado recurso a la Virgen se hace, si cabe, más continuo y enamorado.
1 Mt 5,
7. —
2 Lc 19,
10; Is 41, 9. —
3 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 7. —
4 Sal 33,
5.—
5 San
Agustín, Confesiones, 10. —
6 Mt 9,
12. —
7 Sal 84,
8. —
8 Mt 8,
2. —
9 Juan
Pablo II, Enc. Dives in misericordia, 13. —
10 Eccl 17,
28. —
11 Lc 10,
30 ss. —
12 Juan
Pablo II, Carta Apost. Salvifici doloris, 28. —
13 San
Agustín, La ciudad de Dios, 9, 5. —
14 Mt 25,
40. —
15 San
Juan Crisóstomo, Coment. a la 1ª epístola a los Corintios.
—
16 Lc 1,
50.
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