Por Roberto Giusti
El mundo patas arriba ha sido
una constante en la realidad venezolana a partir de fines del siglo pasado y
hasta nuestros días. Fiel reflejo de esa incongruencia generalizada lo
constituye el control de los medios de comunicación, propiciado por un gobierno
que ha pretendido inmiscuirse en todo, desde la economía hasta los más íntimos
repliegues de la vida privada. Fue así como desde su llegada al poder el
caudillo enfrentó a unos medios que, en su mayor parte y luego de una breve
luna de miel, comenzaron a adversarlo al detectar los primeros brotes de una
ambición desmedida. Y lo hizo con éxito si consideramos que venció en
consecutivos eventos electorales que convocó, entre otros fines, para ir
destruyendo el orden establecido.
Fue cruenta la confrontación entre los medios establecidos y un hombre que al principio contaba con una débil estructura comunicacional. Pero poco a poco y cada vez con menos escrúpulos apeló a todo tipo de recursos, entre ellos el cierre, para frenarlos, neutralizarlos o acallarlos e impedir que reseñaran, como lo estaban haciendo, el proceso de concentración de poder con todas sus consecuencias: impunidad, corrupción, despojo de la propiedad privada, conformación de fuerzas armadas irregulares, violencia desatada en todas sus modalidades y un trastorno total que puso en tela de juicio valores básico vigentes en toda sociedad democrática.
Paralelamente y con la imposición de su verbo disolvente y un talento innegable para conectarse con las masas, iba ganaba terreno y simultáneamente aplicaba, gracias a la renta petrolera, el más colosal aparato clientelar que haya existido en el continente. Aparato que expandía su influencia más allá de la fronteras, en audaz intento por exportar el "modelo bolivariano" a países de la región, algunos de cuyos mandatarios fueron electos con el patrocinio del gran dispensador, quien llegó bien lejos y extendió el manto irresistible de los petrodólares a los más disímiles rincones del planeta para elevarse a la supuesta condición de líder de líderes.
El montaje de todo ese sistema, cuya clave era la concentración y posesión indefinida del poder, con la aplicación más o menos chapucera de principios marxistas como la lucha de clases, se sostenía sobre la base del apoyo popular. Las grandes mayorías le daban luz verde al caudillo para hacer y deshacer y la sensación de invencibilidad que transmitía era más que suficiente para descorazonar al más recalcitrante de los opositores. Todo parecía indicar que el "proceso" se asentaba sobre un piso tan firme que pasarían muchos años antes de que este cediera.
Pero en un período relativamente corto y de manera casi súbita todo comenzó a derrumbarse. Con la desaparición del caudillo se demostró que el "proceso" había sido diseñado para un hombre en particular, con nombre y apellido muy precisos y que por lo tanto la carga de poder era intransferible, tal y como lo demostraron, rápidamente, los resultados de las elecciones presidenciales del 2013. Casi al mismo tiempo los precios del petróleo se vinieron abajo y con ellos se borró la ilusión de fortaleza y gobernabilidad que se había mantenido por sobre todos los desaguisados.
Sin un caudillo de dotes persuasivas que hacía ver blanco lo que era negro y sin petróleo a cien dólares, afloró con toda crudeza la cruel realidad. Los 900 mil millones de dólares invertidos en sostener el "proceso" se habían malgastado, el nuevo orden nunca apareció y los números en rojo se propagaron en un descontento y rechazo popular fácilmente comprobable en el fracaso de un modelo económico que funcionaba a realazos y que ya no da para más. Ahora los herederos del desastre, huérfanos de respuestas efectivas ante la crisis, apelan al control comunicacional que aún detentan y a un aparato propagandístico utilizado con grosero ventajismo a ver si pueden voltear la tortilla creando la existencia de un país que solo existe en sus piezas publicitarias. Es, de nuevo, el mundo patas arriba. Ni vencen ni convencen y si al comienzo no dominaban los medios y ganaban las elecciones, ahora los dominan y están perdiendo. Con lo cual queda demostrado que la realidad es terca y más fuerte que cualquier cuña más o menos ingeniosa, más menos engañosa.
01-12-15
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