Por Ángel Oropeza
A lo largo de la historia,
quienes luchan por la justicia son siempre catalogados por los poderosos de
turno como violentos y desestabilizadores. Jesús de Nazareth era un peligro
para los intereses de las autoridades judías y romanas, y la acusación que le
llevó a la muerte fue justamente la de ser un desestabilizador, pues su mensaje
socavaba las bases de aquella dominación religiosa y política. Los cristianos
que siguieron su ejemplo fueron por siglos estigmatizados como
desestabilizadores, ya que su mensaje liberador era un peligro para un dominio
fundado en la sumisión.
El gran argumento de los esclavistas
era que la lucha de los esclavos por su libertad resultaba desestabilizadora
para los intereses de grandes fortunas que descansaban sobre la explotación del
hombre.
En nuestra independencia, los
patriotas siempre fueron los violentos que no reconocían la hegemonía española.
En Suráfrica, los miembros del Congreso Nacional Africano eran tildados por la
oligarquía blanca de desestabilizadores, que se resistían a reconocer como
gobierno a quienes realmente eran minoría. Su líder máximo, Nelson Mandela,
estuvo 27 años en prisión por desestabilizador del “orden”. En Estados Unidos,
el Movimiento contra la segregación racial fue siempre acusado de ser un
peligroso factor de desestabilización para los intereses de los blancos y
pudientes.
El ejemplo y la prédica del
Arzobispo de San Salvador, Monseñor Oscar Romero resultaron demasiado incómodas
para la “unión cívico-militar” que oprimía a su país en la década de los 80, y
fue asesinado por desestabilizador. Hace un par de años, el
Papa Francisco lo elevó a los altares, y hoy es recordado como el mártir del
antimilitarismo latinoamericano
La historia está llena de
ejemplos como los hasta aquí mencionados. Y a pesar de las diferencias, el
hecho siempre es el mismo: para los poderosos, cualquiera que pregone un cambio
es siempre violento y desestabilizador. Porque como bien lo afirma el teólogo
José M. Castillo, la lucha por la justicia tiene que soportar la persecución,
sencillamente porque los privilegiados por el actual estado de cosas es
evidente que no pueden querer otra sociedad. En consecuencia, la búsqueda de la
paz y la justicia es algo que no puede realizarse impunemente, porque al mismo
tiempo que es una noticia de esperanza para la mayoría, es la amenaza más
peligrosa para el status quo de los poderosos y gobierneros.
El señalar a quienes pregonan
el cambio y la justicia como violentos y desestabilizadores, otorga a los
opresores la excusa perfecta para actuar con violencia contra ellos. Y en esta
práctica de cinismo proyectivo, los gobiernos débiles suelen ser los más
radicales y represivos.
La razón de ello estriba
justamente en la precaria autoridad que deriva de su debilidad. Como lo
describió Montesquieu, la tiranía es la más violenta y menos poderosa de las
formas de gobierno, precisamente porque, como observa Hanna Arendt, violencia y
poder no son iguales. El poder legítimo no necesita de la violencia y la
represión para ser temido, pues tiene el autoritas que sólo da la
legitimidad que le otorga y reconoce el pueblo. A falta de la autoridad suficiente
que proviene de la legitimidad popular, el único recurso es la violencia contra
quienes se oponen a su mandato opresor, y de acusar de desestabilizadores a
aquellos que han abrazado la causa de la dignidad y la justicia.
Maduro ha mostrado, en sus
discursos y en la reciente modificación de su gabinete, que el guion para 2017
va a ser tratar de gobernar sin gente y de blindar el sistema de privilegios
particulares al que llaman “revolución”, para lo cual reprimir a quien se
oponga es condición indispensable. Por ello, lo que viene es la etiqueta de
“desestabilizadores”, “violentos” e “inconstitucionales” a todos los que no
aceptamos vivir de rodillas.
Nada nuevo. Los poderosos y
las oligarquías actúan siempre con el mismo guion. Pero olvidan que al final,
el guion también indica cuál suele ser siempre su desenlace.
10-01-17
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