ENRIQUE KRAUZE 20 de junio de 2017
Vivir
en los extremos de opresión y libertad ha sido el destino de Venezuela. Hace
doscientos años, en su guerra de independencia (las más larga del continente),
los venezolanos se mataban entre sí con indecible ferocidad: friendo las
cabezas de sus enemigos, asesinando niños, ancianos, mujeres y enfermos, hasta
perder la cuarta parte de su población y casi toda su riqueza ganadera. Pero
extremas también, en su ambición e intensidad, fueron las hazañas de Simón
Bolívar, libertador de futuras naciones (Ecuador, Venezuela, Colombia, Perú y
Bolivia). Y no menos notable fue su contemporáneo Andrés Bello, quizá el mayor
pensador republicano del siglo XIX en América Latina.
Venezuela
padeció largos periodos de dictadura hasta bien entrado el siglo XX y por ello
arribó muy tarde al orden constitucional, en 1959, de la mano de otro personaje
extraordinario, sin precedente: Rómulo Betancourt (1908-1981), el primer
converso latinoamericano del comunismo a la democracia y, acaso, nuestro más
esforzado demócrata del siglo anterior. Por desgracia, el periodo democrático
tendría fecha de caducidad: en 1998, cansada de un régimen bipartidista
manchado por la corrupción y las desigualdades sociales, Venezuela encumbró al
redentor mediático Hugo Chávez.
La
tensión continúa. Un sector amplísimo de la sociedad lleva meses volcado en las
calles de todo el país reclamando su libertad y sus derechos confiscados por un
régimen tiránico que la condena al hambre, la escasez, la desnutrición y la
insalubridad. Las miles de imágenes de la represión por parte de los
contingentes de la Guardia Nacional que pueden verse en las redes sociales son
estremecedoras: disparos a mansalva, emboscadas mortales, decenas de jóvenes asesinados,
asaltos a ancianos, vejaciones a mujeres, tanques contra manifestantes. Un
Tiananmén diario mientras Maduro baila salsa. No podemos esperar el desenlace
de ese drama como esperamos el final de una serie de televisión: Venezuela
necesita una solución sin precedentes.
Me
tocó presenciar de cerca el penúltimo ciclo de la antigua tensión. Me refiero a
la era de Hugo Chávez, antecedente y responsable directo del drama actual. A
fines de 2007, viajé por primera vez a Venezuela. Acababa de ocurrir el
referendo (el único que perdió Chávez) en el que la mayoría de los votantes se
manifestó de manera contraria a las propuesta de reelección indefinida y la conformación
de un Estado socialista, lo que habría significado la fusión de Cuba con
Venezuela en un solo Estado federal.
Volví
varias veces. Hablé con numerosos chavistas, desde altos funcionarios e
intelectuales afines al gobierno hasta líderes sociales. Me impresionó el
testimonio espontáneo, en barriadas populares, de la gente agradecida con el
hombre que “por primera vez”, según me decían, “los tomaba en cuenta”. Sentí
que la vocación social de Chávez era genuina pero para ponerla en práctica no
se requería instaurar una dictadura. El entonces ministro de Hacienda, Alí
Rodríguez Araque, me contradijo: “Acá estamos construyendo el Estado comunal,
como no pudieron hacerlo los sóviets, los chinos ni los cubanos”. “¿En qué basa
su optimismo?”, le pregunté. “En nuestro petróleo. Está a 150 dólares por
barril y llegará a 250”. “¿Y si se desploma, como en México en 1982, quebrando
al país?”, insistí. “Llegará a 250, no tengo duda”, me dijo.
En el
bando de la oposición hablé con estudiantes, empresarios, escritores, líderes
sindicales, militares, políticos y exguerrilleros. Aunque los alarmaba el
desmantelamiento de PDVSA (la productiva empresa petrolera nacionalizada en
1975), así como los niveles –una vez más, sin precedente en América Latina– de
despilfarro y corrupción con los que el gobierno disponía de la riqueza petrolera,
su principal preocupación era la destrucción de la democracia: la reciente
confiscación de RCTV (la principal cadena privada de televisión) y el creciente
dominio personal de Chávez sobre los poderes públicos presagiaban una deriva
totalitaria. Chávez lo había anunciado desde su primer viaje a La Habana,
cuando declaró que Venezuela se dirigía hacia el mismo “mar de la felicidad” en
el que navegaba Cuba. La presencia de personal militar y de inteligencia cubano
en Venezuela y la voluntad expresa de Chávez en volverse “el todo” de su país
(como Castro lo era de Cuba), parecían confirmar esos temores.
Pensé
que el daño más serio que Chávez infligía a Venezuela era el feroz discurso de
odio que practicaban él y sus voceros. Quienes no estaban con él estaban contra
“el pueblo”: eran los “escuálidos”, los “pitiyanquis” aliados al imperio, los
conspiradores de siempre, los culpables de todo. Había que denigrarlos,
expropiarlos, doblegarlos, acallarlos. Concluí que Chávez quería ser Castro,
pero el tránsito hacia el “mar de la felicidad” no le sería fácil por el temple
de libertad de los venezolanos.
Una
historia sin precedentes tenía que desembocar en situaciones sin precedentes,
como la súbita enfermedad mortal del caudillo que se imaginaba inmortal y el ungimiento
monárquico de su sucesor. Pero nada preparó a los venezolanos para la tragedia
que ahora viven. Junto con los ensueños petroleros han caído las máscaras
ideológicas. El balance de la destrucción económica y social es terrible, y
tardará decenios en asimilarse: tras despilfarrar en quince años cientos de
billones de dólares de ingreso petrolero, el país más rico en reservas de
América ha descendido a un nivel de pobreza de 80 por ciento y enfrenta una inflación estimada de 720 por
ciento para 2017.
Venezuela
es el Zimbabue de América. Una descarada alianza de políticos y militares
corruptos, obedientes a los dictados de Cuba e involucrados muchos de ellos en
el narcotráfico, ha secuestrado a una nación riquísima en recursos petroleros e
intenta apropiarse de ella a cualquier costo humano, y a perpetuidad.
Los
asesinatos del gobierno de Maduro no son todavía comparables a los de las
dictaduras genocidas de Chile y Argentina en los años setenta. Pero conviene
recordar que estas no provenían de un orden democrático (y, en el caso de
Pinochet, cedieron el poder tras un plebiscito). Tampoco es una copia del
régimen de Castro, que acabó de un golpe con todas las libertades y las
instituciones independientes y es la dictadura más longeva de la historia moderna.
Se
trata, en todo caso, de una cubanización paulatina, el plan original de
instaurar el “Estado comunal” a través de una asamblea constituyente espuria y
liquidar las elecciones presidenciales de 2018. Pero este designio totalitario
se topa con una resistencia masiva sin precedentes en nuestra historia
latinoamericana, una participación cuyo heroísmo recordaría los mejores
momentos de Solidaridad en Polonia o la Revolución de Terciopelo en Praga, si
no fuera por la sangre que diariamente se derrama.
Es
imposible predecir el desenlace. Pero para la comunidad internacional hay una
salida. Se trata de la doctrina que el propio Rómulo Betancourt formuló en 1959
y que hoy ha retomado el valeroso Luis Almagro, quien con su liderazgo ha
rescatado la dignidad e iniciativa de la OEA. El Derecho Internacional la
conoce con el nombre de Doctrina Betancourt.
“Regímenes
que no respeten los derechos humanos, que conculquen las libertades de sus
ciudadanos y los tiranicen con respaldo de las políticas totalitarias deben ser
sometidos a riguroso cordón sanitario y erradicados mediante la acción pacífica
colectiva de la comunidad jurídica internacional”.
Nada
cabe esperar de gobiernos dictatoriales: Rusia, China, Cuba, Corea del Norte.
Tampoco de los serviles satélites de Maduro en la región. En cuanto a Estados
Unidos, quizá Obama hubiese logrado la intercesión cubana, pero tratándose de
Trump, carente de toda legitimidad moral, sería mejor que en nada intervenga.
Quedan Europa, América Latina y el Vaticano. En solidaridad con el bravo pueblo
de Venezuela, la Unión Europea y los países principales de América Latina deben
tender el “cordón sanitario” –diplomático, financiero, comercial, político– al
régimen forajido de Maduro, persuadir al papa Francisco de ser más agresivo en
este esfuerzo y presionar juntos a Raúl Castro para aceptar la salida
democrática: cese a la represión, elecciones inmediatas, respeto a las
instituciones, libertad a los presos políticos.
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