IBSEN MARTÍNEZ 9 SEP de 2015
Hubo,
en los años sesenta, una popular serie gringa de televisión, The Beverly
Hillbillies (en España, creo, se conoció como Los nuevos ricos), que explotaba
las excentricidades de una familia de simpáticos paletos de Kentucky bendecida
por un reventón de petróleo en su patio trasero.
En los
EE UU, en efecto, el subsuelo de tu terreno también es tuyo, de modo que si la
Exxon-Mobil, por ejemplo, quiere sacarle provecho al crudo y al gas que pudiera
haber bajo tu sótano, tiene primero que hacerte multimillonario. En Venezuela,
en cambio, y gracias a leyes que famosamente heredamos del rey Felipe II, el
único petrolero verdaderamente ricachón que, sentado sobre un vasto yacimiento
de petróleo, fuma indolentemente su puro habano mientras cobra rentas, diezmos
y regalías, ha sido el rey; esto es, el Estado.
En
consecuencia, desde que nos decimos republicanos, el Estado venezolano es el
dueño absoluto de la riqueza mineral, único accionista, desde 1976, de la
petrolera estatal y, muy especialmente, el cancerbero de la caja de caudales. A
diferencia de, digamos, Dakota del Norte, en los petroestados como Venezuela
simplemente no hay sitio para simples particulares dedicados al negocio
petrolero. Conviene añadir que, en mi país, como en otras comarcas de nuestra
América, el Estado invariablemente se confunde con el gobierno de turno y que
cada “turno” puede acogotarnos durante décadas.
Así,
pues, el último único gran petrolero venezolano, en el sentido Beverly
Hillbilly del término, fue Hugo Chávez. De todos nuestros muy soberanos
petromandatarios, fue Chávez quien gozó, sin contraloría alguna, del boom de
precios más largo y jugoso registrado en el curso de un siglo petrolero que
para Venezuela comenzó en 1913. Se calcula que, aun sin contar el crudo
subsidiado a Cuba y los honorarios del profesor español Juan Carlos Monedero,
la imaginativa munificencia del padre del “socialismo del siglo XXI”
volatilizó, en menos de 15 años, bastante más de 900.000 millones de dólares.
Además
de esas inconcebibles magnitudes del dispendio, se registra en mi país un
fenómeno solo característico de los petroestados: una indecible incapacidad
para sacar verdadero y perdurable provecho de los booms de precios, unida a la
disposición a endeudarse hasta los epiplones en tiempos de vacas flacas.
Esta
oscilación, verificable históricamente en petroestados tan dispares política y
culturalmente como pueden serlo Nigeria, Indonesia, Irán o Venezuela, está
estrechamente relacionada con la pregunta que se hacen mis sufridos
compatriotas mientras se achicharran al sol de Caribe, haciendo fila para
comprar su cuota de papel higiénico o de harina precocida de maíz: “¿por qué,
si tenemos las reservas más grandes de crudo del planeta, vivimos como
mendigos?”. Circulan respuestas, cortas y largas, a este enigma.
Las
respuestas largas se explican con complejos tecnicismos legales y categorías
económicas, tales como “incentivos perversos”, porque los gobiernos de los
petroestados son maniacodepresivos.
Ocurre
que, en tiempos de alza de precios (la fase maniaca), al petromandatario le da
por hacer suyas competencias que, ordinariamente, funcionarían mejor en manos
privadas, y por acometer también otros múltiples y hercúleos trabajos (“ahora
sí alcanzaremos al primer mundo, ahora todo puede hacerse, ahora todo debe
hacerse”), en lugar de gestionar eficientemente la lucha contra el crimen,
fumigar los charcos que crían la chikunguya o recoger puntualmente la basura. Y
tornarse ahorrativos, desde luego: guardar fondos para cuando bajen los
precios, algo que jamás hemos hecho.
Chávez,
puesto a soñar despierto, fue superlativamente maniaco: una vez imaginó un
gasoducto transamazónico que jamás llegó a construirse pero que enriqueció
indeciblemente a avispadísimos proyectistas brasileños, bolivianos, paraguayos
y argentinos. El demencial proyecto que, de haberse realizado, habría afectado
irreversiblemente el sistema climático de la Amazonía, llegó a conocerse
burlonamente como el “gasoducto Fitzcarraldo”. La hubris autodrestructiva de
Chávez lo llevó a expropiar inconducentemente el aparato agroalimentario privado
y a desmantelar la empresa familiar, Petróleos de Venezuela, despidiendo de un
plumazo a más de 20.000 imprescindibles expertos petroleros solo por ser
opositores.
Son
gobiernos, en fin, dispuestos a todo en temporada de precios altos (instaurar
un mitológico “socialismo del siglo XXI” a golpes de chequera, por ejemplo) y
prestos a culpar a los gringos y su proterva conspiración del fracking, en
tiempo de vacas flacas, tal como hace Nicolás Maduro, ahora que,
inescapablemente, debe afrontar (y en fase depresiva) una cuota anual de deuda
externa que se cuenta en miles de millones de dólares. Todo lo malo de un
petroestado es peor cuando no avizora un alza del precio del crudo y se exculpa
a sí mismo llamándose socialista.
Es
descorazonador advertir que los petroestados no críen ciudadanos sino súbditos
cazadores de la renta petrolera que se reclutan en todos los estratos sociales:
desde los buhoneros revendedores de productos subsidiados y los grandes
contrabandistas de extracción de gasolina subsidiada (¡la más barata del
planeta!), muchos de ellos militares gobernadores de estados fronterizos con
Colombia, pasando por la banca privada más vivaracha del hemisferio, hasta
llegar a los enchufados magos del comercio exterior, dedicados al negocio de obtener,
dolosamente, dólares baratos para importar con sobreprecio toneladas de
alimentos en estado de descomposición.
De
esta corruptora sujeción a la dádiva del Rey Petroestado, nace, quizá, la
paciente aquiescencia con que los venezolanos más pobres han sobrellevado
lustros de escasez y vejamen, sin dejar por ello de votar al chavismo. Pese a
la coerción que obliga a militar en el Partido y vestir franela roja a cambio
de un magro subsidio directo en efectivo, cada quien se siente agradecido, y
hasta privilegiado, por las migajas que le arrojan, aunque la muerte aceche,
día y noche, en cada barriada del segundo país más violento del hemisferio.
¿Tendrá
algún día fin este dantesco ciclo? Los optimistas ya hablan de una fecha:
cuando prospere el consenso mundial contra el cambio climático y se halle una
forma de generar energía distinta al petróleo.
Pero,
según reza un dicho premoderno: “Mientras crece el pasto, se muere el caballo”.
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