Por Héctor Silva Michelena
He releído en estos días, sin
saber por qué, un notable ensayo del profesor Herbert Luthy sobre el odio. He
aquí cómo veo sus reflexiones al respecto. El odio “es el opio del pueblo”,
afirma Luthy, profesor de Historia General de Suiza en la Escuela Técnica
Superior Federal de Zurich, quien añade: “No se puede luchar contra el opio,
pero sí contra los traficantes, contra el tráfico del odio. Es lo único que
está en nuestro poder”.
La historia –dice– es una
antología interminable de fenómenos de odio, y precisamente los puntos
dramáticos culminantes que solemos considerar como puntos culminantes de la
historia han ido siempre acompañados de explosiones infernales de odio. Cuando
la causa quede eliminada y el enemigo exterminado, se ha llegado a la
solución definitiva. El odio aparece siempre como doctrina salvadora. La
historia está llena de estas cosas. Pero el odio, el odio sistemático,
colectivo y ciego necesita organizarse. No explota sencillamente. No es motor,
sino combustible. La mayoría de las guerras, la Primera Guerra Mundial incluso,
han brotado por motivos que apenas si tenían algo que ver con el odio y, quizá,
sí con el miedo o con reacciones irracionales. Pero una vez en marcha, hubo de dar
rienda suelta al odio para encontrar carne de cañón. Hoy día una guerra con
todo lo que acarrea –movilización general, explotación de todos los recursos,
imposición de enormes sacrificios– solo puede llevarse a cabo haciendo del
adversario una encarnación diabólica del mal. “A esto lo llamamos
ideologización de la guerra, institucionalización del odio como instrumento de
la política”.
El odio, pues, para el
profesor Herbert Luthy, no es un fenómeno espontáneo: es algo fabricado, y en
situaciones oportunas parece como el medio más acreditado para manipular las
masas. El descontento social es la materia prima de las revoluciones, pero las
revoluciones no son fenómenos espontáneos. Un movimiento revolucionario
presupone una sociedad que sea lo bastantemente libre o que esté lo
bastantemente quebrantada para tolerar la organización de un movimiento de esa
clase. Así, los esfuerzos por movilizar al Tercer Mundo para la “guerra de las
aldeas contra las ciudades”, el grito de “odiad a Norteamérica” y la fascinación
que estas consignas ejercen sobre todo en los idealistas; los predicadores del
odio se han convertido en los profetas de una nueva época para toda una
juventud universitaria; el último manifiesto del “Che” Guevara, que fue un
himno al “odio implacable de los desheredados”, al “odio que impulsa más allá
de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una efectiva,
violenta, selectiva y fría máquina de matar”; el explosivo prólogo de Sartre al
libro de Franz Fanón, Los condenados de la tierra, en el que el
filósofo francés explica, entusiasmado, que los pueblos que han vivido hasta
ahora oprimidos solo podrán hallarse a sí mismos en la sangre de los
colonizadores; todos estos son ejemplos –según Herbert Luthy– que muestran
claramente cómo se fomenta el odio y se manipulan las masas. Y cree este autor
que “los grandes manipuladores del odio no tenían nada de ingenuos, sino que
eran demagogos, fríos técnicos del poder y, muchas veces, también jerarcas
amenazados que necesitaban un pararrayos para el odio que amenazaba caer sobre
ellos, pero que no creían en su propio evangelio del odio. Cree, asimismo, el
profesor de Zurich, que “la sorprendente epidemia imaginativa de ansia de
violencia, subversión y revolución que está haciendo estragos en Occidente, son
obras del fanatismo islámico. El reciente horror que vivió París lo testimonia.
Hallar un objeto exterior odiable exime de la mirada en el espejo, pero aún
tiene más ventajas: facilita la posibilidad de presentarse como profeta, de
desenmascarar al enemigo universal y de encontrar así unos secuaces que
difícilmente podrían hallarse para realizar proyectos positivos destinados a
mejorar el mundo.
No cree el docto profesor
suizo que la violencia pueda suprimirse como factor de la historia, pero sí
“deberíamos siempre tratar de solucionar los conflictos sin acudir a la
violencia”. La solución pacífica necesita de la buena disposición de las partes
contendientes. No habrá nunca una humanidad completamente satisfecha con su
suerte ni reconciliada consigo misma.
Pero como, para Herbert
Luthhy, el odio es un sistema intelectual y su provocación es una empresa
premeditada, todo intelectual debe de comprometerse, primero, a rechazar la
llamada del odio y, segundo, a emprender la lucha en la que alcancen sus medios
y recursos contra los logreros del odio; estamos obligados a “pedir
explicaciones a esos profetas y viajantes del odio, sea donde sea, no
preguntándoles por el objeto de su odio –sobre esto son muy elocuentes–
sino qué quieren concreta y positivamente; no contraquién, sino
a favor de qué se apasionan”. Entonces casi siempre se desconciertan.
Por otra parte, “es muy ilustrativo comprobar que la mayoría de las filosofías
revolucionarias de la violencia, incluso el marxismo y el leninismo, siempre se
hayan negado, con curiosa constancia, a expresarse claramente sobre su Estado y
su sociedad futuros, una vez eliminado el enemigo”. En este punto debería
arrancar el planteamiento de las cuestiones críticas.
No obstante este análisis
psico-sociológico, tan acertado a nuestro juicio que hace del odio como
fenómeno intelectual el profesor Herbert Luthy, sin embargo, este termina
afirmando modestamente que “no está en condiciones de formular propuestas sobre
una campaña de carácter universal contra el odio, porque no hay unodio,
sino muchos”. Pero nuestro deber consiste, y ha consistido, en “obligar a los
predicadores del odio a expresarse con lucidez, porque el odio ciega. Entonces
tartamudearán o se callarán o nos abuchearán”. Luchemos, pues, contra los traficantes
y el tráfico del opio que es el odio. Es lo único que está en nuestro poder.
Los hombres no permitirán que
nadie vuelva a ponerles en condiciones de vida propias de la Edad de Piedra.
04-12-15
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