MARIO VARGAS LLOSA 14 JUN 2015
Se equivocan quienes dicen que la visita
del expresidente español Felipe González a Venezuela ha sido un fracaso. Yo
diría que, más bien, ha constituido todo un éxito y que en los escasos dos días
que permaneció en Caracas prestó un gran servicio a la causa de la libertad.
Es verdad que no consiguió visitar al
líder opositor Leopoldo López, preso en la cárcel militar de Ramo Verde, ni
tampoco asistir a la vista de su juicio ni a la audiencia en que se iba a
decidir si se abría proceso al alcalde de Caracas, Antonio Ledezma (preso desde
febrero), pues ambas convocatorias fueron aplazadas por los jueces precisamente
para impedir que González asistiera a ellas. Pero esto ha servido para mostrar,
de manera flagrante, la nula independencia de que goza la justicia en
Venezuela, cuyos tribunales y magistrados son meros instrumentos de Maduro, al
que sirven y obedecen como perritos falderos.
De otro lado, lo que sí resultó un
absoluto fracaso fueron los intentos del Gobierno y jerarcas del régimen de
movilizar a la opinión pública contra González. En un acto tan ridículo como
ilegal, el Parlamento que preside Diosdado Cabello —acusado por prófugos del
chavismo a Estados Unidos de dirigir la mafia del narcotráfico en Venezuela—
declaró al líder socialista persona non grata, pero todas las manifestaciones
callejeras convocadas contra él fueron minúsculas, conformadas sólo por grupos
de esbirros del Gobierno, en tanto que, en todos los lugares públicos donde
González se mostró, fue objeto de aplausos entusiastas y una calurosa
bienvenida de un público que agradecía el apoyo que significaba su presencia
para quienes luchan por salvar a Venezuela de la dictadura.
Su comportamiento, en ese par de días,
fue impecable, exento de toda demagogia o provocación. Se reunió con la Mesa de
la Unidad Democrática, que agrupa a las principales fuerzas de la oposición, y
las exhortó a olvidar sus pequeñas rencillas y diferencias y mantenerse unidas
ante el gran objetivo común de ganar las próximas elecciones y resucitar la
democracia venezolana, a la que el chavismo ha ido triturando sistemáticamente
hasta reducirla a escombros. Aunque todas las encuestas dicen ahora que el
apoyo a Maduro no sobrepasa un 20% de la población y que el 80% restante está
en contra del régimen, el triunfo de la oposición no está garantizado en
absoluto, debido a las posibilidades de fraude y a que, en su desesperación por
aferrarse al poder, Maduro y los suyos puedan recurrir al baño de sangre
colectivo, del que ha habido ya bastantes anticipos desde la matanza de
estudiantes el año pasado. Por eso es indispensable, como dijo González, que
todas las fuerzas de la oposición se enfrenten solidarias en la próxima
confrontación electoral que el régimen, debido a la presión popular, ha prometido
para antes de fin de año.
Pero, quizás, el efecto más importante
de la visita de Felipe González a Venezuela, aparte del coraje personal que
significó ir allí a solidarizarse con la oposición democrática sabiendo que
sería injuriado por la prensa y los gacetilleros del régimen, es el ejemplo que
ha dado a la izquierda latinoamericana y europea. Porque hay entre ella,
todavía, y no sólo entre los grupos y grupúsculos más radicales y antisistema,
sectores que, pese a todo lo que ha ocurrido en los años de chavismo que padece
la tierra de Bolívar, alientan todavía simpatías por este régimen y se resisten
a criticarlo y a reconocer lo que es: una creciente dictadura cuya política
económica y corrupción generalizada ha empobrecido terriblemente al país, que
tiene hoy día la inflación más alta del mundo, índices tenebrosos de
criminalidad e inseguridad callejera, y donde prácticamente ha desaparecido la
libertad de expresión y los atropellos contra los derechos humanos se
multiplican cada día.
Es verdad que algunos de los defensores
del régimen de Maduro, como los presidentes Rafael Correa, de Ecuador, Evo
Morales, de Bolivia, el comandante Ortega, de Nicaragua, Cristina Kirchner, de
Argentina, y Dilma Rousseff, de Brasil, lo hacen con hipocresía y duplicidad,
elogiándolo en discursos demagógicos, defendiéndolo en los organismos
internacionales, pero evitando sistemáticamente imitarlo en sus propias
políticas económicas y sociales, muy conscientes de que éstas últimas, si
siguieran el modelo chavista, precipitarían a sus países en una catástrofe
semejante a la que padece Venezuela.
Aunque en Europa el socialismo ha ido
convirtiéndose cada vez más en una social democracia, haciendo suyos los
valores liberales tradicionales de tolerancia, coexistencia en la diversidad,
respeto a la libertad de opinión y de crítica, elecciones libres, una justicia
independiente, y comprendiendo que las nacionalizaciones y el dirigismo
económico son incompatibles con el desarrollo y el progreso —véase los
esfuerzos que hace la Francia socialista de Hollande y Valls para impulsar el
mercado libre, estimular la empresa privada y abrir cada vez más su economía—,
todavía en América Latina persisten los mitos colectivistas y estatistas. Lo
que Hayek llamaba “el constructivismo”, la idea de que una planificación
racionalmente formulada podía ser impuesta a una sociedad para imponer una
justicia y un progreso material que tendría en el Estado su instrumento
central, pese a que la historia reciente muestra en los casos del desplome de
la URSS y la conversión de China Popular en un país capitalista (autoritario)
el fracaso de ese modelo, todavía en América Latina sigue siendo la ideología
de muchas fuerzas de izquierda, uno de los obstáculos mayores para que el
continente, en su conjunto, prospere y se modernice como ha ocurrido, por
ejemplo, en el continente asiático.
Felipe González prestó un enorme
servicio a España contribuyendo a la modernización del socialismo español, que,
antes de él y su equipo, estaba todavía impregnado de marxismo, de
“constructivismo” económico y no había asumido resueltamente la cultura
democrática. Curiosamente, su adversario de siempre, José María Aznar, hizo
algo parecido con la derecha española, a la que impulsó a democratizarse y a
modernizarse. Gracias a esa convergencia de ambas fuerzas hacia el centro,
España, a una velocidad que nadie hubiera imaginado, pasó, de una dictadura
anacrónica, a ser una democracia moderna y funcional y un país cuya
prosperidad, no hace muchos años, el mundo entero veía con asombro. Conviene
recordarlo ahora cuando, debido a la crisis, ha cundido ese parricidio cívico
que pretende achacar todo lo que anda mal en el país a aquella transición
gracias a la cual España se salvó de vivir el horror que está viviendo
Venezuela.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico