Fernando Mires 14 de junio de 2015
Sin
la Justicia ¿Qué serían en realidad los reinos sino bandas de ladrones?, ¿y qué
son las bandas de ladrones si no pequeños reinos? (San Agustín, La Ciudad de
Dios, lV. 4)
Ya terminaron los tiempos en los cuales
anarquistas y comunistas, herederos del anticlericalismo jacobino, cantábamos a
viva voz: “Con bomba en mano, al Vaticano”. Hoy la mayoría de los presidentes,
incluyendo a los de izquierda, mejor dicho, sobre todo los de izquierda, han descubierto
su devoción papal. Prácticamente no hay semana en la que un presidente no viaje
al Vaticano a besar o estrechar las manos del Papa Francisco.
Si Obama lo visita, ya se sabía que
Putin, el santo de Crimea, iba a saludar con unción al Papa. Si Evo Morales,
materialista dialéctico indígena viajaba a solicitar su mediación para que “el
imperio chileno” le devuelva el mar, ya se sabía que Bachelet, La Agnóstica,
iba a correr para instruir al Santo Padre sobre los tratados que impiden el
acceso de Bolivia al Pacífico. Si Raúl fue a agradecer al Papa su mediación por
el levantamiento del embargo, ya se sabía que en la cola se iban a poner todos
los fieles del Socialismo del Siglo XXl. Y si Maduro -quien odia al prójimo más
que a sí mismo- no asistió una vez, fue por causa de una otitis crónica, la
misma que le impide oír las voces de su pueblo.
Ningún presidente ha sido, por cierto,
tan papista como Cristina. Ya no le basta con ser peronista, kirschnerista,
maradonista y, sobre todo, cristinista. Ahora quiere ser francisquista. Un
verdadero acoso.
La izquierda, sobre todo la
latinoamericana, al igual que los musulmanes, ha descubierto el ritual del
peregrinaje. Pero no a La Meca sino al Vaticano.
¿Qué buscan los presidentes en La
Iglesia, institución que si bien está en este mundo, predica un mensaje que no
es de este mundo? La respuesta parece ser muy obvia: legitimidad.
Pero no se trata de la legitimidad que
proviene de la legalidad –teóricamente la tienen- sino de una que está por
sobre toda Ley. Se trata de la legitimidad de Dios de la cual, dicen, el Papa
es representante sobre la tierra. Es decir, los presidentes van en busca de la
legitimidad de un carisma que no tienen pues si lo tuvieran no lo buscarían.
Eso significa que la dominación legal que ejercen en sus respectivos países no
les basta.
Fue Max Weber quien con su reconocida
precisión distinguió tres tipos de dominación legítima. La de la legalidad, la
de la tradición y la del carisma. Esta última es la del Papa: representación
temporal de un poder intemporal situado por sobre todo poder temporal. Un poder
que, como descubrió Stalin (“¿Cuántas divisiones tiene el Papa?”) no se basa en
las armas pero sí puede ser más poderoso que todos los ejércitos del mundo.
De tal modo, cuando los presidentes se
fotografían junto al Papa, imaginan que muestran al público la prueba del
reconocimiento del poder legal por un poder espiritual. Entonces no nos engañemos.
Si viajan al Vaticano no es para rezar: solo van en busca de más poder. Al fin
y al cabo son políticos y la política, así la definió el mismo Weber, es, antes
que nada, lucha por el poder.
¿Quiere decir entonces que la Santa
Iglesia está siendo utilizada “por una banda de ladrones” como dijo una vez San
Agustín? No necesariamente. La Iglesia, no lo olvidemos, aunque en términos
teológicos está situada hacia “el tiempo que viene” (San Pablo), es un poder
temporal. En ese tiempo, el del “ahora y aquí”, la Iglesia debe sostener el
poder de Dios, mas no ante Dios sino ante los hombres. Pero para eso necesita
ser reconocida no por Dios sino por los hombres. De tal modo, cuando el Papa
recibe a tantos mandatarios, algunos muy lejos de Dios y otros muy cerca del
diablo, obtiene de ellos lo que necesita: el reconocimiento del poder
intemporal por el temporal.
Evidentemente, se trata de un doble
juego y, por lo mismo, peligroso. No obstante, seamos sinceros: ¿no es ese el
juego que ha venido haciendo la Iglesia desde los momentos en los cuales fue
fundada no por Dios sino por los hombres?
Al fin y al cabo, si bien no para Jesús,
para el papado reza la siguiente sentencia: “Al César lo que es del César y al
Papa lo que es del Papa”.
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