José A. Pagola 03 de junio de 2017
Solemnidad de Pentecostes. Ciclo A.
Juan
20, 19-23
19 Al atardecer de aquel día,
el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas
del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de
ellos y les dijo: «La paz con vosotros.»
20 Dicho esto, les mostró las
manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor.
21 Jesús les dijo otra vez:
«La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío.»
22 Dicho esto, sopló sobre
ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo.
23 A quienes perdonéis los
pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan
retenidos.»
MEDITACIÓN
Hace
algunos años, el gran teólogo alemán Karl Rahner se atrevía a afirmar que el
principal y más urgente problema de la Iglesia de nuestros tiempos era su
«mediocridad espiritual». Estas eran sus palabras: el verdadero problema de la
Iglesia es «seguir tirando con una resignación y un tedio cada vez mayores por
los caminos habituales de una mediocridad espiritual».
El
problema no ha hecho sino agravarse estas últimas décadas. De poco han servido
los intentos de reforzar las instituciones, salvaguardar la liturgia o vigilar
la ortodoxia. En el corazón de muchos cristianos se está apagando la
experiencia interior de Dios.
La
sociedad moderna ha apostado por lo «exterior». Todo nos invita a vivir desde
fuera. Todo nos presiona para movernos con prisa, sin apenas detenernos en nada
ni en nadie. La paz ya no encuentra resquicios para penetrar hasta nuestro
corazón. Vivimos casi siempre en la corteza de la vida. Se nos está olvidando
qué es saborear la vida desde dentro. Para ser humana, a nuestra vida le falta
hoy una dimensión esencial: la interioridad.
Es
triste observar que tampoco en las comunidades cristianas sabemos cuidar y
promover la vida interior. Muchos no saben lo que es el silencio del corazón,
no se enseña a vivir la fe desde dentro. Privados de experiencia interior,
sobrevivimos olvidando nuestra alma: escuchando palabras con los oídos y
pronunciando oraciones con los labios mientras nuestro corazón está ausente.
En la
Iglesia se habla mucho de Dios, pero, ¿dónde y cuándo escuchamos los creyentes
la presencia callada de Dios en lo más hondo del corazón? ¿Dónde y cuándo
acogemos el Espíritu del Resucitado en nuestro interior? ¿Cuándo vivimos en comunión
con el Misterio de Dios desde dentro?
Acoger
a Dios en nuestro interior quiere decir al menos dos cosas. La primera: no
colocar a Dios siempre lejos y fuera de nosotros, es decir, aprender a
escucharlo en el silencio del corazón. La segunda: bajar a Dios de la cabeza a
lo profundo de nuestro ser, es decir, dejar de pensar en Dios solo con la mente
y aprender a percibirlo en lo más íntimo de nosotros.
Esta
experiencia interior de Dios, real y concreta, puede transformar nuestra fe.
Uno se sorprende de cómo hemos podido vivir sin descubrirla antes. Es posible
encontrar a Dios dentro de nosotros en medio de una cultura secularizada. Es
posible también hoy conocer una alegría interior nueva y diferente. Pero me
parece muy difícil mantener por mucho tiempo la fe en Dios en medio de la
agitación y frivolidad de la vida moderna sin conocer, aunque sea de manera
humilde y sencilla, alguna experiencia interior del Misterio de Dios.
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