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domingo, 17 de junio de 2018

859 días sin ver el cielo, por @JohaOsorioH ‏




JOHANNA OSORIO HERRERA 16 de junio de 2018

Andrea González estuvo 2 años, 4 meses y 6 días presa por un crimen que no cometió, que es lo mismo que 859 días, y lo mismo que 20.628 horas, si se considera que la detuvieron una mañana y la liberaron una noche. Entró al Helicoide con 29 años y salió con 31. Entró siendo repostera y salió como ex presa política. Entró con ganas de emigrar, y salió con ganas de quedarse.

Cuando el nuevo comisario permitió abrir la ventana de la celda, Andrea dormía. Ese día durmió hasta tarde, mientras la brisa ventilaba los 50 metros cuadrados que compartía con 31 mujeres más. Habían pasado ocho meses. Ya no dormía en el piso, sino en litera. Ese día durmió más. Quizá también durmió mejor.

Se despertó exaltada.

—Abrieron la ventana, Andrea.

Andrea corrió y se paró sobre la punta de sus dedos, frente a aquel hueco enrejado de pocos centímetros. Sintió la brisa, olió la calle. Era la brisa de la tarde, a punto de anochecer. Lo supo porque la brisa de la mañana y la de la tarde huelen distintas.

Lloró. Andrea González lloró inconsolablemente. Después de ocho meses presa en el Helicoide por un crimen que no cometió, por fin sentía la brisa.

Era lunes, 17 de agosto de 2015, cuando funcionarios del Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (Sebin) tocaron la puerta del apartamento de Andrea. Ella seguía en pijama. Le pidieron que los acompañara al Helicoide y rindiera una declaración sobre el asesinato de su amiga Liana Hergueta, a quien el 7 de agosto habían encontrado desmembrada dentro de un carro. A ella le pareció un procedimiento normal, adecuado. Iría, declararía y regresaría a casa. Se cambió de ropa. Se despidió de Danny, su novio de entonces, y se fue.

En el carro, los funcionarios estaban nerviosos, recuerda ella. Inquietos. Susurraban entre ellos, la veían de reojo. ¿Acaso sabían lo que le esperaba? ¿O solo lo sabía José Pérez Venta, el patriota cooperante que mató a Liana Hergueta y acusó a Andrea de querer asesinar a la hija de Diosdado Cabello, entonces presidente de la Asamblea Nacional?

Una reja separa el estacionamiento del Helicoide del resto de la comunidad de Roca Tarpeya. Luego, dentro, una puerta blindada separa el estacionamiento de las celdas. Separa también la vida, los planes, de los gritos, la rabia.

En la tarde, Andrea llamó a Danny para que la buscara. Pero, hasta el 23 de diciembre de 2017, ninguno de los dos salió más de las instalaciones del Sebin.

Un profundo y triste aislamiento de más de 10 días precedió el cambio a la celda grande. Ese día, cuando se incorporó al grupo de presas, Andrea supo que no saldría pronto del Sebin. Y lloró cada día, hasta que su cuerpo empezó a apagarse.

—Andrea, sal, sal —le gritaron otros presos.

Estaba bañándose, pero se envolvió en una toalla y corrió. Desde la ventana, por primera vez en el Helicoide, vio a su abuela, Alexandra Jukisz.

Andrea y Alejandra, su hermana, fueron criadas por su abuela. Primero en San Antonio de los Altos, luego en Tenerife. Pero cuando Andrea cumplió la mayoría de edad, regresó a Venezuela a retomar un amor adolescente, mientras su hermana y su abuela quedaron en España. Cuando cayó presa, todos consideraron que lo mejor era que su hermana no viajara a Venezuela, así que la señora Alexandra no dudó en hacerlo.

Tuvo casi tres meses tratando de ver a Andrea. La amenaza de la nieta de suicidarse provocó que los custodios les permitieran verse de lejos.

—Hija, yo te voy a ver. Yo te voy a ver —le gritaba.

Día tras día lloraban ambas, a varios metros de distancia. Hasta que llegó el día en que pudieron abrazarse. Era ya 17 de noviembre.

—Mi chiquitica, mi bebé. Yo quisiera quedarme aquí y quedarme por ti, para que no estés ni un momento más aquí adentro —decía la abuela mientras la arrullaba. La voz de Andrea se quiebra al recordarlo.

Andrea describe mejor el Helicoide por adentro. Cuando habla de cómo se ve por fuera, de cómo es la entrada, titubea un poco. Pero por dentro no. Es como el espeleólogo que sabe recorrer la cueva sin linterna.

Habitó dos celdas. La grande, donde estaban “hacinadas como cochinos”, y la pequeña donde “ellos pensaron que no aguantaría la pela”. Esta última se la asignaron cuando se declaró en huelga de hambre. Es curioso, pues la que le otorgaron para que estuviese más cómoda fue en otra época una celda de castigo, el área externa de un antiguo cuarto de reconocimiento.

No tenía ventanas. No tenía baño. No tenía luz.

Al baño, que estaba en el pasillo, solo se podía ir cuando abrían la reja. Por eso, si Andrea o sus dos compañeras de celda querían orinar, tomaban unos envases plásticos recortados, que luego vaciaban en otro envase grande, e iban llenando hasta que los custodios decidieran que era la hora de que las mujeres pudieran cumplir con sus necesidades fisiológicas. Si querían excretar, lo hacían en bolsas con papel periódico. Se bañaban en una ponchera. Así fue por nueve meses.

Pero Andrea apenas nombra estos momentos si se le pregunta. Sus recuerdos se pasean más por la bondad de la que se alimentó en el aislamiento.

—Aunque la gente lo dude, en cualquier lugar donde estés también puedes vivir momentos buenos. El ser humano es capaz de adaptarse y de encontrar cosas buenas en cualquier situación.

Recuerda las mañanas de café con sus amigas cuando hablaban de la vida. “Era familiar, rico, nutritivo”. Recuerda aquel carnaval cuando desde su celda mojaron a los muchachos, otros presos políticos, con un tobito. Ellos iban camino al baño, y uno regresó corriendo con un tobo grandísimo y la empapó.

—Andrea, preparen todo para que lo mojen cuando regrese —le dijo el custodio cómplice del carnaval, que abrió la reja unos segundos. Cuando los presos pasaron frente a la celda, una de las muchachas salió corriendo y vengó a las demás. Eso sí lo recuerda muy bien.

La celda, eventualmente, cambió su aspecto. Pintura, un bombillo, un baño y un aire acondicionado, que las muchachas gestionaron con sus familias, les otorgó comodidad, pero les quitó libertad. “Ya no teníamos que salir al baño del pasillo. Ya no abrían más la reja”.

Excepto cuando salían a la luz.

Pero Andrea no siempre quería salir. El 12 de junio de 2017, se lo escribió a su hermana Alejandra en una carta:

Yo creo que te he contado que hace 10 meses no salgo al sol, y como no hay ventana, te podrás imaginar. Todos me insisten en que debo salir, pero para mí es una experiencia horrible. Es el momento en el que me siento más presa. Todos esos funcionarios mirándote, presionándote, apuntando con fusiles, y nosotras dando vueltas como ganado en un corral de 6 x 4 m2. Para mí es más traumático que terapéutico. 

Entender, aceptar, continuar.

—Estar preso es como estar suspendido. No estás muerto, pero tampoco vives. Estás suspendido. Estás ahí, y ellos te controlan: el gobierno. Los custodios, muchos, solo hacen su trabajo, como todos. Muchos tampoco están de acuerdo. Te lo dicen. Cuando decidí no tener más rabia, lo entendí. Los entendí.

Andrea tiene tatuada la palabra perdón en inglés, en su muñeca izquierda. Se tatuó cuatro meses antes de ser apresada. “Forgiveness”, dice, entre colores. Tanto el sentimiento como el tatuaje alcanzaron su punto máximo en el Helicoide.

La celda de 3 x 6 mque ocupó hasta su liberación tenía una cocina eléctrica, que se turnaban. Repostera como era antes de ser señalada de planificar un asesinato, durante su reclusión preparaba dulces, arequipes. Los custodios acudían al olor con un vasito. Los mimos eran retribuidos con dulces de sus pueblos de origen, cuando salían de permiso para visitar a sus familias.

Con ellos también había charlas. Con varios forjó una contradictoria amistad. Contradictoria para quienes pensaban que no podía relacionarse con sus verdugos. Pero ella sabía —y lo dice constantemente—, que ellos no eran los culpables. Sin embargo, contra los culpables de verdad tampoco alberga rencor. Ellos, un día, se arrepentirán, dice.

Andrea es naturalmente dulce. Se ríe duro. En la calle es cauta, pero no temerosa. Confía, confía mucho. Reclama las injusticias más pequeñas. Se le eriza la piel y se le borra la sonrisa cuando alguien se acerca a pedirle comida. Confiesa que no se acostumbra a esta Venezuela que se encontró afuera del Helicoide, después de más de dos años. Recupera rápido la compostura, o lo intenta. Vuelve a reír. Sería imposible adivinar que estuvo presa durante ese tiempo.

—Otros presos se reían de mí cuando decía que iba a celebrar Navidad en libertad. Pero cuando yo digo algo, pasa. Yo se los había dicho: el 24 de diciembre estaré libre. Y el 23, como a las 8 de la noche, nos dieron la noticia.

Habla siempre con la misma convicción, con una desmedida pero sincera esperanza. “Ya vas a ver que voy a conseguir quien los apoye. Ya vas a ver que le consigo este medicamento. Ya vas a ver que él me va a contestar. Ya vas a ver que esto va a terminar pronto”.

Y uno se contagia.

¿Qué hace una presa política cuando la liberan después de 2 años, 4 meses y 6 días? Andrea regresó a su apartamento y se encerró. Alejandra, su hermana, intuía por un chat de Whatsapp que “le estaba costando adaptarse a la libertad”.

Pero algo más grande pasaba. Lo más grande que le había pasado a Andrea en 859 días de vida (o ausencia o suspensión): estaba acostada en su mueble, en su casa, frente a su ventana, viendo el cielo.

Andrea González estuvo dos días viendo el cielo. De día, las nubes. De noche, la luna. ¡Cuánto extrañó la luna! En el Helicoide, no verla era su recordatorio de que estaba presa. Un día la lloró. La lloró como solamente puede llorarla alguien que ya no puede dirigir la vista hacia el cielo, ni de día ni de noche.

Andrea, quien hasta el 17 de agosto de 2015 fue repostera (pero no cualquier repostera, sino una que según Tarek El Aissami planeaba asesinar a la hija de Diosdado Cabello), ahora se propuso emprender con una panificadora.

Madruga, prende los hornos y empieza el día. Lo ha hecho por meses, desde que salió de la cárcel. Al fin, el ensayo y error da resultados. Le gusta el pan que está preparando y está comenzando a vender. Hornea por las mañanas, sale a ofrecerlo por las tardes. Con lo que queda prepara tortas de pan que lleva a las casas hogares que frecuentaba antes de ser apresada.

Su vida era eso: ayudar. Estuvo, incluso, a punto de adoptar a un niño, pero no pudo concretar el proceso. No tuvo que lidiar con ser una madre presa, ausente.

Antes de ser detenida por la acusación de José Pérez Venta, Andrea planeaba irse del país. Emigraría a España, donde la esperaban su hermana y abuela, pues todas tienen la doble nacionalidad. Ahora, la idea es lejana.

—¿Por qué tengo que irme de mi país? Ellos me controlaron 2 años, 4 meses y 6 días. ¿Por qué debo cederles más control? Yo quisiera visitar a mi abuela, a mi hermana, a mi familia. Pero corro el riesgo de no poder regresar a Venezuela, porque mi proceso legal continúa. Entonces, si salgo del país pueden emitir una nueva orden de captura, y ahí sí que no podría volver. Yo no quiero irme. No así. No mientras los demás sigan presos. Porque con ellos ahí (los otros presos políticos), una parte de mí todavía no se siente en libertad.

Así, sin libertad, contrariada, se sintió los primeros días de su liberación. Hasta que, una semana después, mientras paseaba en moto con su tío, finalmente ocurrió:

—Cuando sentí la brisa en mi cara, en mi cabello, rápida, fría… Cuando pude sentir de nuevo la brisa, supe que era libre.


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