Por Sixto Medina
Nunca antes, el régimen
político venezolano había estado en tan aguda crisis como ahora. Nunca antes
desde entonces había tenido tan bajo consenso social. Nunca antes, desde
siempre, había sido tan extensa y profunda su quiebra moral. Y nunca antes
como ahora estuvo el gobierno venezolano tan desprestigiado y aislado
internacionalmente como lo está en estos momentos.
Más valdría reconocer la
justeza y magnitud de la crisis para paliarla ante la imposibilidad de
resolverla. Y en este sentido el mejor camino es no agravarla más. Bien se
sabe el mejor freno es dejar de acelerar. Nadie ganará con la exacerbación de
la crisis por la vía de la represión. Y menos si esta adopta las modalidades de
intolerancia, violencia, encarcelamiento de disidentes, negación de los
derechos civiles y la libertad política.
¿Hacia dónde se encamina
Venezuela? Hace ya mucho que el poder se ha divorciado de los anhelos
democráticos que despertaron la expectativa de un cambio innovador en la
concepción y ejercicio de la política. Se ha secado la fuente de esa esperanza.
Una claudicación decisiva ha tenido lugar: hoy, en el país, hay un
quebrantamiento en la observancia de los principios de conducta personales, hay
quienes no creen que sea posible reencontrar aquel fervor porque no hay hechos
ni líderes que lo susciten.
Resignados a sobrevivir, se ha
perdido el olfato del futuro. El sentimiento del tiempo ha dejado de estar
asociado a la transformación. Un indicio central de la gravedad de nuestra
patología colectiva es que somos una sociedad en que las palabras han perdido
valor. Lo prueba el estado patético en que se encuentra la educación. Y quien
dice educación dice fe en la transmisión y confianza en el magisterio.
¿Es posible menoscabar la
palabra sin perder humanidad? Hay quienes aseguran que la pregunta es retórica:
sin inmutarse, mienten, ocultan, prometen lo que no cumplen ni cumplirán. Y lo
hacen desde las más altas investiduras de la nación. Reducen la realidad a los
intereses que frecuentan. Conciben al hombre como una herramienta de poder. La
verdad para ellos es el baluarte del solipsismo y la acción
autoritaria. Perdido el rumbo de la República, nuestra democracia se
envilece.
Ya no pesa sobre nosotros el
miedo sembrado por el terrorismo de Estado. Pesa, en cambio, el miedo de saber
que vivimos una realidad distorsionada por la mentira y que las causas y
efectos de esa perversión no están siendo contrarrestados. Somos espectros
angustiados por su propia inconsistencia. Saldo patético de oportunidades
perdidas. Fruto amargo de una siembra de esperanzas mal cosechadas.
Algunos, como digo, se frotan
las manos: ven en los que nos pasa el mejor capital para el logro de sus
aspiraciones totalitarias. Otros- la mayoría- quisieran persuadirse de que no
es tarde todavía. Pero no saben qué hacer. En quién creer. Circula, sin
embargo, por las grandes avenidas de esa desilusión que no se resigna a ser lo
que es, una expectativa larvada todavía pero discernible: construir
convivencia, confianza, legalidad, conocimiento. Política en el sentido
integral de la palabra.
¿Oirán ese rumor las
dirigencias actuales que se dicen voceras de la disconformidad con el régimen?
Porque si oyesen ese rumor sabrían que la salida de la vida espectral que
llevamos exige convergencia, entendimiento, diálogo, tanta humildad como
firmeza, derrota de la fragmentación empecinada que ellos mismos contribuyen a
crear.
De eso se trata: de luchar contra
la fragmentación que nos destroza. Es el mal endémico de Venezuela en estos
momentos. ¿Cómo vivir sino en unión y libertad? Sobra indignación, pero la
indignación no es suficiente. Hace falta algo más: ideas, confluencia entre las
partes, acuerdos interpartidarios urgentes y perdurables, una plataforma de
principios comunes que dé vida a una oposición innovadora porque ha sido capaz
de superar la división. Mientras el desvelo narcisista prepondere por sobre el
ideal del bien común, el pasado y el presente le habrán ganado la partida al
porvenir
15-06-18
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