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martes, 12 de junio de 2018

Cuando la política enloquece por @FernandoMiresOl



Por Fernando Mires


Que las alteraciones mentales son contagiosas ya casi no se necesita demostrar. Hay veces en que los habitantes de un país enloquecen hasta tal punto que pueden llegar a ser poseídos por líderes hipnóticos. Que nuestro pensamiento no siempre es nuestro y en muchos casos es la suma y síntesis de interferencias colectivas, tampoco vale la pena demostrarlo. El yo de cada uno es formado originariamente por el tú (Martin Bubber) y por lo mismo, por los ellos y por los vosotros los que a la vez configuran esas “nosotridades nuestras” de cada día.

Nadie nació siendo demócrata, liberal o reaccionario. Cada uno es un ser interferido por creencias, religiones, pensamientos, ideas, ideologías, visiones. Que nuestra conciencia es solo una partícula de una unidad colectiva es, además, una verdad elemental. Y no necesitamos acudir a las banalidades esotéricas de un Jung para saber que existen pensamientos (no inconscientes) colectivos, los que al ser erráticos conforman lo que llamamos en el lenguaje del día, locuras. Sin embargo, si hay locuras colectivas deben haber también modos colectivos de enfrentarlas y por lo mismo, de curarlas. Lo saben muy bien los (psico) analistas cuando siguiendo las huellas dejadas por Freud y Lacan decidieron entender al concepto de “transferencia” no solo en sentido negativo sino en uno positivo. O curativo. Al fin y al cabo no solo podemos ser transferidos por alucinaciones y mentiras sino, también, por realidades.

La llamada terapia de grupo, cada vez más difundida, puede dar cuenta de interesantes resultados. Así como la locura inducida puede llevar al “suicidio asistido” (Jean Maninat) de naciones completas, también podría llevar a la cura grupal. El espacio donde puede tener lugar esa “sanación” no es por cierto la sociedad (un concepto altamente estático) sino la política (un concepto altamente dinámico) La política -lo vemos cada día- es lugar de proyección y por lo mismo, un campo de interferencias. Así decía siempre mi querido amigo Zoltan Szankay. Ahí, en la política, configuramos nuestras opiniones, las que al ser interferidas producen otras opiniones. A veces, naturalmente, logran imponerse falsas opiniones. Y cuando son extremadamente falsas, quiero decir, cuando llega ese punto crítico en el cual las verdades de opinión terminan destruyendo a las verdades de hecho (Arendt) la política, es decir, los políticos, se dejan llevar por sus propias alucinaciones e incluso logran arrastrar a naciones completas.

La locura política estaliniana

Si no seguimos los dictámenes de un naturalismo historicista podemos convenir en que en la historia existen hechos inevitables solo hasta cuando aparecen “puntos de no retorno”, y ellos aparecen cuando todas las posibilidades de interferir positivamente a las falsas opiniones han sido agotadas. Son los momentos en los cuales las naciones “se joden” para decirlo con el lenguaje aplicado por Vargas Llosa a su personaje Zavalita (Conversación en la Catedral). Ese momento deben descubrirlo los historiadores. En general, no es difícil encontrarlo: antecede a todas las grandes catástrofes de la historia moderna y suelen ser evidentes. Quien por ejemplo ha estudiado los episodios que llevaron al ascenso de Hitler sabe muy bien que ese hecho habría sido perfectamente evitable si es que quienes debían evitarlo no hubieran caído bajo la hegemonía de la locura política. La que a veces es tan intensa que llega a impedir su reconocimiento aún después de producida la catástrofe.

Recuerdo el escándalo que tuvo lugar hace un par de décadas en Alemania cuando el gran historiador Ernst Nolte se atrevió a afirmar en público lo que sabían todos: la relación directa entre bolchevismo y nazismo. La inmensa mayoría de los intelectuales de izquierda -Habermas a la cabeza– enfilaron en contra de Nolte. La acusación fue: “Nolte intenta convertir a las víctimas del nazismo, en culpables”. Nolte, por cierto, nunca habló de culpa. Solo se limitó a cumplir con su profesión de historiador estableciendo una relación de causalidad. Una relación tan evidente como tabuizada. Pero para Habermas y los suyos, decir la verdad no era todavía “políticamente correcto”.


Recordemos a Nolte: efectivamente: hubo un nexo histórico entre la política internacional de Stalin y el ascenso de Hitler. Lo hubo por lo menos en dos sentidos. De acuerdo al primero, la política estaliniana hacia Alemania, país al cual no se cansaba de amenazar, atemorizó a muchos ciudadanos quienes comenzaron a rogar por un líder que los protegiera del peligro externo. De acuerdo al segundo, Stalin desconectó a la izquierda del centro político a partir de su campaña de agresión sostenida hacia la socialdemocracia a la cual calificó, desde 1924, como “la otra cara del fascismo”. Citando a Stalin: “El fascismo es la organización de combate de la burguesía que se apoya en el respaldo activo de la socialdemocracia. La socialdemocracia es objetivamente el ala moderada del fascismo. No hay bases para asumir que la organización de combate de la burguesía pueda lograr éxitos decisivos en las batallas, o en el gobierno del país, sin el apoyo activo de la socialdemocracia… Esas organizaciones no se niegan entre sí, sino que se complementan mutuamente. No son antípodas, son gemelos (“Stalin, Sobre la Situación Internacional”. 20-9-24) Esa tesis la mantuvo Stalin hasta la primera mitad de los años treinta. Los comunistas alemanes, anteponiendo la razón de partido a la razón política, lo siguieron sin chistar. Abrieron así una brecha inmensa. A través de ella penetró el nazismo. Que después ellos hubieran sido víctimas de Hitler, no los exime de nada.

No se necesita mucha imaginación entonces para pensar que sin el justificado miedo de gran parte de la nación alemana y sin una división tajante en la oposición, Hitler jamás habría accedido al poder. La tesis de Nolte era correcta: sin locura bolchevique no habría habido locura nazi.

La locura política chilena

Mucho tiempo después del episodio del nazismo logré comprobar en una dimensión muy reducida la tesis del enloquecimiento político. Fue en Chile, a partir de junio de 1973. Desde ese mes el gobierno de Allende comenzó a ser acorralado por marchas, paros gremiales y estudiantiles, movilizaciones obreras y campesinas. Las dos cámaras llamaban a la intervención de las Fuerzas Armadas. Allanamientos, prisiones, torturas, comenzaron a ocurrir antes del golpe. Allende estaba cercado por todos lados. Amparados en la ley de control de armas, los militares controlaban a varias ciudades. El golpe asomaba lentamente. La situación era todo, menos revolucionaria, en contra de lo que afirmaba el secretario general del Partido Socialista, Carlos Altamirano, secundado por el Comité Central del MIR, en Santiago. Allende, en su desolación, no encontraba otro camino que repartir ministerios entre los generales e incluso, el partido político del centro-centro, la Democracia Cristiana dirigida por Eduardo Frei, comenzaba a llamar a una intervención militar.

Solo algunas cabezas lúcidas dentro de la Unidad Popular, entre ellas el mismo Allende quien a esas alturas solo contaba con el realismo práctico de los comunistas, comenzaron a darse cuenta de que ya estaba todo perdido. El Cardenal Silva Henríquez, avistando la tragedia que se avecinaba, hizo un llamado al diálogo entre la UP, representada por Allende, y la DC, representada por su segundo hombre, Patricio Aylwin. Fue un diálogo de sordos y mudos. Desesperado Allende se dirigió a Aylwin: “Usted no me cree a mí Patricio; pero yo le creo a usted”. Respondió Aylwin: “Presidente, ¿cómo quiere que le crea? Muchas veces usted ha dicho una cosa y sin embargo sus mandos medios hacen otra”. Era verdad. Como también era verdad que Aylwin había asistido al diálogo con la decisión de no creer una sola palabra a Allende. Al fin y al cabo, su fracción, la freísta, en contra de la otra fracción democristiana representada por Renán Fuentealba y Radomiro Tomic, ya había decidido dar el visto bueno a la salida golpista.

Pasan y pasan los años y cada vez me convenzo más: el golpe del 11 de septiembre de 1973 pudo haber sido evitado. Si Allende, por ejemplo, hubiese puesto un ultimátum definitivo a la ultraizquierda de su propio partido. Si Frei no hubiese confundido sus deseos con la realidad al creer que los militares iban a dar un golpe para dos meses después entregar a él el mando. Si Frei y Allende hubieran hablado directamente (en un tiempo fueron amigos) y acordado llamar a un plebiscito nacional como ya lo había decidido Allende. Si Altamirano no hubiera olvidado el ABC de la política, ese que dice que para avanzar hay que transar, en lugar de llenar las calles con su ridícula consigna: “avanzar sin transar”.

Pocas veces los políticos de un país han logrado perder el rumbo de un modo tan patológico como ocurrió en esos tres meses antes del golpe de Pinochet en Chile. No: ese golpe no fue el resultado de una ley de la naturaleza: fue simplemente el producto del abandono de toda razón política.

La locura política venezolana

La razón política puede perderse en cualquier momento. Cuando se miran los resultados que deja esa pérdida, suele ser muy tarde. Los hechos, ya consumados, se han vuelto irreversibles y como sucede en el mito de Sísifo, hay que comenzar de nuevo a empujar a la pesada roca (de la política) hasta la cima de la montaña. Esa tragedia sucedió hace muy poco tiempo en la Venezuela de Nicolás Maduro. Tuvo lugar cuando la oposición, en su conjunto mayoritaria, decidió abstenerse en las elecciones presidenciales. Ahora ya es tarde. Maduro tiene el camino abierto para gobernar por lo menos seis años más.

Todo comenzó a suceder justo en el momento en el cual la oposición venezolana había parecido recobrar el uso de la razón, durante el llamado diálogo, en Santo Domingo. La razón la había perdido en parte durante las elecciones regionales cuando acudió a los comicios sin fuerza ni entusiasmo. Pareció perderla totalmente en las elecciones municipales donde algunos se abstuvieron y otros no. Durante el diálogo dominicano la MUD, bien conducida por Julio Borges, había logrado acorralar al régimen con tres exigencias máximas: modificaciones en el tribunal electoral, no reconocimiento de la ANC como entidad convocatoria y aplazamiento de las elecciones conovocadas para abril.

Precisamente sobre la base de esas tres exigencias, la MUD se encontraba en una situación privilegiada para asistir a las elecciones presidenciales apoyado por una enorme cantidad de naciones democráticas. Con ese apoyo, más un ochenta por ciento de la ciudadanía a su favor, más la crisis económica más grande experimentada por ningún país latinoamericano, acudir a las elecciones habría permitido a la MUD derrotar a Maduro pese a todas sus trampas de una manera más decisiva que en el propio 6-D. Y aún si no hubiera sido así: la MUD, después Frente Amplio, estaba en condiciones de desatar durante y a través de las elecciones, un inmenso movimiento popular y democrático en defensa de las elecciones robadas. Sin embargo, sin tener otra política como alternativa, la MUD decidió abstenerse. Y por si fuera poco, sus dirigentes concentraron toda su artillería en contra de la candidatura democrática de Henri Falcón. En miniatura, lo mismo que hicieron los comunistas alemanes frente a la socialdemocracia al calificarla de gemela del fascismo y abrir así una brecha por el centro donde penetró Hitler como perro por su casa.

Pocas veces, quizás nunca, se ha visto a una oposición tan grande y poderosa regalar todo el poder a una dictadura. Hoy, lentamente, vemos los resultados. La MUD ha cedido su iniciativa a una supuesta comunidad internacional, contentándose con festejar los discursos de los delegados latinoamericanos en la OEA. Retóricamente exige unidad pero sin darse cuenta de que la única unidad política ha sido, es y será la unidad electoral pues la MUD fue, es y será, una asociación electoral. Una nueva política no se avizora en el horizonte. Sus políticos, en abierto estado depresivo esperan, como muchos seres que han perdido todas las esperanzas, una solución mágica.

El tiempo dirá cuales fueron -aunque parezca paradójico decirlo- las razones que llevaron a la locura política venezolana. Si fue la incapacidad de la MUD para levantar una candidatura única, si fue la desconfianza de los políticos en ellos mismos, si fue porque de verdad creyeron en el poder omnímodo de la comunidad internacional, o si fue porque ya estaban derrotados por Maduro antes de dar la batalla final, o si fue todo eso junto. Dejemos por ahora el tema hasta aquí.

A modo de síntesis

La locura política existe cuando los políticos enloquecen, es decir, cuando pierden la razón política. Lamentablemente no existe la psiquiatría política. Pero si existiera como disciplina, un buen psiquiatra político podría estar en condiciones de formular cuatro características de la locura política

1.   La lógica de los partidos se separa de la lógica de la razón política.

2.   Los partidos dan por realizados a eventuales hechos políticos futuros y en función de ellos realizan su política presente.

3.   Los políticos comienzan a confundir a las verdades de opinión con las verdades de hecho.

4.   Los políticos de centro abandonan su centralidad y ceden todos los espacios para que los extremismos impongan su hegemonía.

12-06-18




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