Luis Manuel Esculpi 14 de agosto de 2018
Lucharon
contra regímenes dictatoriales en gestas verdaderamente heroicas. Levantaron
las banderas de la libertad, la justicia, la igualdad y la democracia. Se
identificaron con los sectores más vulnerables, con los desposeídos. Anhelaban
cambiar al mundo. Se convirtieron en la esperanza de las generaciones que
soñaron con esa transformación.
Durante
buena parte del siglo pasado hicieron suyas las aspiraciones perennes de la
humanidad de una sociedad justa y libertaria. La lucha por alcanzar tan nobles
propósitos exigía dedicación y sacrificios ilimitados. Tras esos ideales -no es
exageración- se agruparon millones de jóvenes, trabajadores, y lo más
representativo de la intelectualidad, así como importante expresiones de las
capas medias y altas de las sociedades de todo el mundo. Se llegaron a
considerar como “la sal de la tierra”.
Es así
como la revolución bolchevique, en menor medida la china y posterior a la
Segunda Guerra Mundial los gobiernos que contribuyó a instalar el ejército rojo
a su paso por Europa oriental, se convirtieron en referencia para quienes en
los otros continentes luchaban para transformar la sociedad.
A las
críticas le colocaban sordina, la disidencia era perseguida, acorralada,
encarcelada y torturada hasta arrancarle confesiones que los inculpara,
llegando a cometer los crímenes más horribles. Su impresionante aparato de
propaganda ocultaban o minimizaban las atrocidades que cometían en nombre de
unas supuestas revoluciones.
Las
denuncias de Kruschev contra los crímenes de Stalin, la invasión a Hungría y
luego la de Checoslovaquia, contribuyeron a develar el verdadero carácter de
los regímenes que se autodenominaban como “socialismo realmente existente”;
acusaban de “revisionistas” y de “socialdemócratas” a quienes desde la izquierda
se diferenciaban, pretendiendo así descalificar a organizaciones e
individualidades que identificaron la lucha por el socialismo como indisoluble
con la democracia y la libertad.
En los
revolucionarios del planeta la ilusión de la cual fueron emblema comenzaba a
desvanecerse, dando lugar al nacimiento de nuevas expectativas que proponían
rescatar el “rostro humano” de la lucha por la justicia y el cambio de la
sociedad
Lo
cierto es que las sociedades gobernadas por la socialdemocracia alcanzaron un
nivel de desarrollo, de bienestar y profundizaron la vida democrática,
situación inimaginable para las sociedades bajo regímenes comunistas. Con la
caída del muro de Berlín y la desaparición de la URSS se evidenció de la manera
más elocuente el fracaso de el modelo soviético, detrás de su fachada de
aparente fortaleza existía una ruindad rechazada por la mayoría que decían
representar, hasta el punto que se disolvieron -con pocas excepciones- casi sin
disparar un solo tiro.
En
medio de la guerra fría, en nuestro continente ocurrieron la revolución cubana
y ya casi al final, la nicaragüense. Ambas producto de una lucha muy cruenta
contra dos dictaduras. Conflagraciones ambas revestidas de una épica y
heroicidad digna de admiración. Algunos de sus principales líderes luego en el
gobierno practicaron las atrocidades que antes combatieron, los Castro en Cuba
y Daniel Ortega en Nicaragua reprodujeron con creces los métodos criminales de
Batista y Somoza. Igual que antes Stalin y Mao.
La
macoya que hoy gobierna en Venezuela, no cuenta en su haber con la épica de
esos procesos, intentan apropiarse de figuras de otra etapa de nuestra historia
que si bien hubo gestas revestidas de sacrificios y acciones heroicas, se
correspondieron con una política sumamente equivocada.
Su
identificación con ese modelo fracasado y su herencia los iguala en cuanto a
practicar las barbaridades que en su prédica decían combatir.
Los
acontecimientos más recientes, el cinismo como asumen la retórica los asocian
-necesariamente- a las prácticas más nefastas y crueles del stalinismo y el
fascismo. Tal asociación no es casual. Es natural
Luis
Manuel Esculpi
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